Manuel Sánchez Monge, Obispo de Mondoñedo-Ferrol
Los religiosos viven en pobreza, castidad y obediencia para ganar disponibilidad e ir allí donde sea más necesaria su presencia y su testimonio. Por eso igual que en otro tiempo fueron a América, ahora están igualmente en África y Asia. De manera semejante han de estar disponibles hoy para ir hoy a los territorios de la incredulidad que están situados en nuestras ciudades y nuestros pueblos, entre los intelectuales, en los jóvenes, en el mundo de la salud y de la enseñanza, en las cárceles, en los barrios ricos y en los suburbios olvidados. Allí es donde han de dar testimonio de su experiencia de Dios. No se trata sólo de explicar las verdades de fe; antes que nada es necesario ayudar a vivir la experiencia de Dios. Con su vida y su palabra han de ser testigos de cómo Dios puede cambiar nuestras vidas, puede abrir horizontes, puede, en definitiva, hacernos hombres y mujeres nuevos. Los consagrados han de ser testigos y maestros del trato familiar con Dios.
El beato Juan Pablo II dijo a los religiosos y religiosas de América Latina, pero con ellos a los de todo el mundo: «La Iglesia espera de los religiosos y religiosas un impulso constante y decidido en la obra de la Nueva Evangelización ya que están llamados cada uno, según su propio carisma, a difundir por todo el mundo la Buena Nueva de Cristo. Los religiosos, hoy como ayer, y en estrecha comunión con sus pastores, sigan estando en la vanguardia misma de la predicación dando siempre testimonio del Evangelio de la salvación desde una profunda experiencia de Dios. Con el Espíritu de sus fundadores en estrecha colaboración con los sacerdotes y laicos promoviendo y evangelizando la Cultura»
La nueva evangelización exige evangelizadores nuevos, capaces de convertirse, de dejarse sorprender por el Espíritu. La evangelización es nueva, como ya explicó Juan Pablo II en el ardor, en los métodos y en la expresión.
El renovado ardor significa vivir con el fuego del primer amor que alentó los comienzos en la vida consagrada. Significa también caminar al lado de Cristo y revivir la experiencia de los discípulos de Emaús a quienes ardía el corazón escuchando al maestro explicar las Escrituras. Esta experiencia de encuentro con el Señor es imprescindible porque lo que importa es dar testimonio de lo que han visto y oído. Esto exige, antes que nada, un serio compromiso de vida espiritual: el primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visible las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama (VC n.20).
Los nuevos métodos apuntan a la creación de nuevos signos y nuevos proyectos de evangelización para las situaciones actuales. La vida consagrada «es una provocación que, en el diálogo, puede interpelar la conciencia de los hombres. Si la vida consagrada mantiene su fuerza profética se convierte, en el entramado de una cultura, en fermento evangélico capaz de purificarla y hacerla evolucionar [?] El estilo de vida evangélico es una fuente importante para proponer un nuevo modelo cultural» (VC 80)
La nueva expresión se refiere a que, en medio de la sociedad se tiene que notar que son personas consagradas a Dios, pero no precisamente por determinadas apariencias, costumbres o vocabulario, o al menos no sólo por ello, sino sobre todo porque su vida afirma la primacía de Dios sobre todas las cosas (VC, n.85)
Los consagrados han de denunciar todo aquello que contradice la voluntad de Dios: «La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con El, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia? (VC 84). Y, sobre todo, han de anunciar explícitamente a Jesucristo: ?La buena nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (Pablo VI, EN 22).