Irlanda es uno de esos países que, más allá de sus escenarios naturales o urbanos, su palpitante historia o su gloriosa literatura, más allá incluso de esa stout que todavía hoy matiza su manera de ver el mundo, cautiva al viajero por el carácter de sus gentes, un carácter que ni siquiera las grandes tragedias lograron deformar o doblegar.
«Cuando Dios hizo el tiempo, hizo suficiente», reza un dicho de la isla con el que los habitantes de la República quieren marcar distancias con sus puntuales vecinos británicos. Y la sentencia la rescata el alemán Heinrich Böll más de una vez en su delicioso Diario irlandés para ilustrar la parsimonia con la que los vecinos de Limerick podían tomarse la vida. El libro, que edita ahora en castellano Plataforma, reúne los apuntes de Böll durante su viaje a Irlanda entre 1954 y 1957, y se cierra con los anexos Trece años después y En defensa de los lavaderos, donde este heterodoxo e inconformista escritor demuestra algunas de las claves por las que en 1972 recibió el premio Nobel.
La carretera, para las vacas
Böll, que nunca acabó de encajar en Alemania, sí se acomodó en seguida en esta paupérrima y despoblada Irlanda de mediados del siglo XX:
-Recuerdo que en Alemania me dijo alguien: «La carretera pertenece al motor»; y lo consideré una blasfemia. En Irlanda me sentí a menudo tentado de decir: la carretera pertenece a la vaca; y efectivamente, a las vacas las mandan a pastar tan libremente como a los niños a la escuela: rebaños enteros de vacas que ocupan la carretera, se vuelven orgullosas al oír la bocina y le dan al conductor ocasión de demostrar su sentido del humor.
Es Irlanda -a pesar de sus abismales diferencias- un país sospechosamente parecido a Galicia, donde entendemos a la perfección lo que quiere decir Heinrich Böll cuando escribe:
-Aquí la lluvia es absoluta, grandiosa y terrible. Llamar mal tiempo a esta lluvia es tan impropio como lo es llamar buen tiempo a un sol abrasador.