El viento que arrasa (Mardulce Editora) es una de esas novelas rotundas, sin aristas ni tapujos a las que nos tiene acostumbrados la escritora argentina Selva Almada (Entre Ríos, 1973). No hay concesiones ni atajos en este relato construido con las palabras exactas y situado, como es habitual en la narradora, lejos de los escenarios urbanos, en un norte de Argentina selvático, duro y polvoriento.
En una estación de carretera, alejada de todo y de todos, se ven atrapados los cuatro protagonistas que dan voz a la historia: un pastor protestante apodado el Reverendo, su hija Leni, el mecánico Gringo y su ayudante Tapioca. El ansia de huir sin retorno la resume en un solo párrafo Leni, aunque probablemente cualquiera de los otros tres suscribiría ese deseo: «Algún día se treparía a un coche y se alejaría para siempre de todo. Atrás quedarían su padre, la iglesia, los hoteles. Quizá ni siquiera buscaría a su madre. Solamente echaría el auto hacia delante, siguiendo la cinta oscura del asfalto, dejando, definitivamente, todo atrás».
Del papel al cine
La novela se puede leer también como una obra de teatro o una película -de hecho, la editorial argentina ya anuncia que ambas producciones están en marcha- porque la historia se va tejiendo a través de las voces de sus cuatro zarandeados protagonistas, que asisten con algo de estupor y cínica resignación a los golpes que les va asestando la existencia.
Pero el libro, a pesar de esa voluntaria desnudez del lenguaje, está escrito también con una prosa sensorial, casi táctil, que se puede tocar, escuchar, incluso oler, como cuando el perro Bayo, en la página 116, alza levemente la cabeza para olfatear y Almada compone uno de los más hermosos pasajes del relato:
«Ese olor era muchos olores a la vez. Olores que venían desde lejos, que había que separar, clasificar y volver a juntar para desvelar qué era ese olor hecho de mezclas».