Los celianos somos una sociedad secreta, casi clandestina. No está de moda Cela. Ni siquiera es políticamente correcto reivindicar la memoria de su literatura. Pero los devotos de su prosa nos reconocemos enseguida. Basta con soltar un par de títulos, a lo sumo tres, y el celiano entiende el santo y seña. Y se lanza. Nos importa poco o nada el personaje, solo sus libros. Tampoco le concedemos demasiada importancia a si los profesores y académicos dan el visto bueno para que sus novelas se llamen novelas; o sea, nos da igual si sus escritos encajan o no en esa definición decimonónica y que huele a naftalina de novela. Creemos, como el propio Cela, que novela es todo libro que en la portada, bajo el título, lleva escrita la palabra novela.
Pasa con muchas novelas de Cela que los técnicos del idioma se ponen a discutir si es o no es una novela en el sentido flaubertiano del término. Pero a los celianos, que como todos los herejes somos muy resistentes, lo que nos emociona no es el canon universitario, sino abrir un libro y leer frases como esta: «El eje del carro de bueyes es la gaita de Dios que ronca por la corredoira espantando meigas y ánimas del purgatorio, el eje del carro de bueyes es también el corazón del mundo y de la soledad». La escribió Camilo José Cela en su fabulosa Mazurca para dos muertos (1983), que reedita ahora el sello Ediciones del Viento.
Volvemos entonces a la casa de la Parrocha, en Ourense, donde el ciego Gaudencio ejerce de acordeonista, «pero hay una mazurca, Ma petite Marianne, que solo la tocó dos veces, en noviembre de 1936, cuando mataron a Afouto, y en enero de 1940, cuando mataron a Moucho».
Es su gran novela gallega. Una novela donde «llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada». Es Galicia abierta en canal.