Hay al menos dos muertes traumáticas -pero felizmente irreales- en la infancia: la de la madre de Bambi, con la que Disney nos arrojó de bruces en el diván de Freud, y la de la madre de Babar. Las dos cayeron bajo el fuego de los malvados cazadores. Las dos murieron para cambiar el curso del relato. Necesidades del guion, que decían las actrices de la época para justificar su desnudo cuando lo del destape.
En la primera entrega de Babar, tras los disparos del cazador el pequeño elefante echa a correr. Y corre sin parar. Hasta que, después de mucho trotar, llega desde la selva virgen a la gran ciudad. Nada menos que a París. Se va directo a unos grandes almacenes y, después de juguetear con el ascensor arriba y abajo, se compra un traje verde, un bombín y unos zapatos con polainas. Ese ya es -aunque todavía no luzca corona- nuestro Babar: urbano, refinado y cosmopolita.
Este singular elefante nació una noche de verano de 1930 gracias a Cécile Sabounaud, la esposa del artista Jean de Brunhoff. Se lo inventó para contarle un cuento a sus hijos y De Brunhoff decidió luego llevarlo al papel, a los libros, a los hijos de otros padres con menos habilidades artísticas y narrativas. Ese mismo año De Brunhoff contrajo una tuberculosis, que acabó con él en 1937. Así que durante siete años escribió y dibujó sin parar para dejar a sus hijos los seis álbumes de Babar. Ahora Blackie Books los reúne en un único y maravilloso volumen: Babar. Todas las historias.
Un libro que hay que anotar ya en las cartas a Papá Noel y los Reyes Magos. Hay que leer y releer a Babar para volver a asombrarse con las aventuras y desventuras del pequeño elefante que reina en Ciudad Celeste. Con la guerra contra los rinocerontes. Con un viaje en globo y la llegada al Ártico. Con su huida del circo. Con el mono Zefir y sus demás amigos. Y con esa última y premonitoria entrega sobre Papá Noel, que seguro que acierta al dejar este libro al pie del árbol la próxima Nochebuena.