Por los prados que rodean el castillo de Pambre

Juan Carlos Martínez EN EL COCHE DE SAN FERNANDO

FUGAS

27 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Dicen que Zamora no se hizo en una hora, pero el castillo de Pambre, sí; bueno, un poco más, en una noche. Puede que el encanto de los mouros que lo construyeron tan deprisa protegiera también la hermosa edificación, con su torre del homenaje y sus cuatro baluartes, de la tirria anticastellana de los irmandiños, y gracias a eso ahí sigue, ofreciendo su enorme atractivo a los visitantes, que hoy pueden recorrerlo mejor que nunca, una vez restaurado y dotado de pasarelas y otras ayudas para los curiosos.

El castillo es el centro de todas las miradas en estos parajes occidentales de Palas de Rei, pero el entorno también merece un examen, que se hace a pie, entre prados, en paralelo al río Pambre, con parada en el enxebre balneario plantado en la orilla y vuelta por las aldeas de Samoeiro y Ulloa, de nombre grande y pazos proporcionados.

Los prados están para comérselos en este tiempo de lluvias y soles. Un batallón de mirlos cosecha miñocas en uno recién segado. Huele a agua de San Juan, esa que se pone al relente la noche más corta del año, con infusión de flores y ramos aromáticos. La hierba cortada para alimento de vacas no se deja a secar al aire, primero porque no es el momento, y segundo porque ahora se ensila inmediatamente, en esos bolsones de plástico negro que se ven por todas partes. Pero eso no impide que las hierbas suelten su perfume, ese que debió encantar, en su día, a los inventores de Heno de Pravia. Volvemos hacia el castillo por una corredoira blanda, bien cercada de piedra y carballos. Los pies, por una vez, no tienen queja.