Lo que sí y lo que no de «Élite»

FUGAS

Manuel Fernandez-Valdes / Netflix

La nueva meca de la chavalada es un colegio de pijos llamado Las Encinas, centro neurálgico de la segunda serie española de Netflix. Provocativa, astuta y absorbente, es mucho más que un puñado de clichés puestos al día; actualmente, la más vista de la plataforma en todo el mundo. Pero ¿cómo de adecuado es su ejemplo?

02 nov 2018 . Actualizado a las 19:12 h.

Pasa una cosa: que Élite no es muy ejemplar, pero al mismo tiempo sí que lo es, depende todo del espectador que la mire; que los epicentros del riesgo, las zonas de peligro, se marcan en coordenadas distintas si quien observa pertenece a una o a otra generación. Y ahí andan a la gresca los defensores de la estricta moral y los muchachos de hormonas todavía mal calibradas: que si el producto parido por Darío Madrona y Carlos Montero es inadecuado para menores, defienden los primeros; que si para nada, que es un fiel reflejo de una juventud sin prejuicios -sostienen los segundos-, valiente y diversa, incómoda si se ve obligada a cantar mariconez.

Pasa también que este revoltoso producto audiovisual no ha nacido ni con vocación ni con obligación moral alguna; que ande yo caliente -pensará, a lo suyo, Netflix, reventando nuevos récords (la serie lleva tres semanas consecutivas siendo lo más visto de la plataforma)-, ríase la gente. Y ahí están ellos, los chavales de instituto, acicalados con el uniforme de turno -rapidez la de Inditex para sacar una colección inspirada en Las Encinas- de tan embelesados que se hayan con esta Física y Química del 2018, con nuestro Por 13 razones, nuestro Riverdale, nuestro The OC, con un Compañeros venido arriba sin pizca alguna de apocamiento. Y ahí sus padres, aterrados, al borde del soponcio: corren drogas a dolor episodio sí, episodio también; abunda el sexo, explícito en todas sus conjugaciones. Hay insolencia. Y un irresponsable despliegue de imprudentes comportamientos de libro que, idealizados, despiertan la envidia, incitan a la práctica.

Hace casi un mes que se estrenó Élite y desde entonces son pocos los que hablan de otra cosa -un poco de Hill House por aquí, un poco de Bodyguard, quizá, por allá-: resulta complicado resistirse a los encantos de la segunda serie original española de Netflix, pero especialmente a la tentación de ingerir bulímicamente sus ocho capítulos tras catar el primero; por algo es líder de todos los ránkings de títulos maratoneables. Es este su principal mérito, el «sí» más contundente, su capacidad para atrapar a la audiencia con una estructura aguda, poco original, sí, pero muy bien manejada: la de empezar por el final para desentrañar a base de flashbacks un misterio que nos mantiene alerta durante ocho horas. La técnica deja poco espacio al aburrimiento, oscilando entre pasado y presente, presente y pasado, pasado y presente hasta que las piezas comienzan a encajar.

Su segundo voto de confianza tiene mucho que ver con las pegas antes alegadas, con el croquis que esboza de una juventud a la que además de arrogante e insensata resulta que también pinta de valiente, imprevisible, fuerte y crítica, dispuesta a pelear si algo se le antoja, a desterrar prejuicios. Y aquí Élite vence: se aproxima meticulosamente a las desigualdades sociales, desmonta estereotipos raciales, aborda sin complejos la corrupción y hace una necesaria labor de normalización, de la homosexualidad y del VIH. No es gay el personaje contagiado: es mujer, es hetero y es de clase alta, todo un bofetón para los que siguen anclados al estigma: «Al VIH le importa una mierda cómo de grande es tu casa, cuánto dinero ganas o cómo de largos son tus apellidos». Palabrita de Marina, 16 años. Amén.