
La aldea de Vimianzo, con sólo seis vecinos, vive la cuenta atrás para engrosar la lista de los 200 pueblos «fantasma» de Galicia
16 sep 2002 . Actualizado a las 07:00 h.Basilisa María Salgado, de 78 años, recuerda uno a uno cómo murieron muchos del medio centenar de vecinos que hace tan sólo cuarenta años hacían de Paizás, en Vimianzo, una aldea próspera y feliz. Basilisa es la memoria viva de este lugar de piedra gris en el que tan sólo quedan seis vecinos y que si nada lo remedia pasará a formar parte de los 200 pueblos abandonados que salpican Galicia. Entre los muertos que recuerda María está su hijo. «Era mellor que non o tivera, levoumo Deus con 47 anos», lamenta. Ahora Basilisa vive sola con sus dos gatos, sus dos perros y sus cinco vecinos, mientras recuerda que Paizás, en sus años jóvenes, tenía una fiesta que atraía a los mozos de toda la comarca. Se celebraba el 18 de julio, pero no para honrar ningún alzamiento nacional, sino en honor de Santa Marina, la patrona de estos lares. Desgracias y emigración Las desgracias jalonan el proceso de decadencia de esta aldea, como aquella piedra que aplastó a una vecina embarazada y a su hijo, recuerda Basilisa. O aquel parto en plena Nochebuena que acabó con la vida de una mujer en una casa cercana. Los que no murieron se fueron a Buenos Aires, donde residen buena parte de los hijos de Paizás. Allí se fue también la madre de Basilisa cuando ella tenía sólo tres meses, obligada a dejar Paizás por haber tenido a su hija soltera y para que no volviera a tropezar en la misma piedra. La piedra era un mocetón del lugar que no dudó en escaparse a Argentina para reencontrarse con su amada. «Cando chegou, miña nai xa estaba casada e meu pai liouse a tiros co outro», relata. Basilisa no volvió a ver a su madre, que murió en Buenos Aires. Como su progenitora, ella también fue madre soltera y orgullosa. «Cousas da herencia», dice. Como Basilisa, la mayoría de los seis vecinos de Paizás superan los setenta. Vicente cumplió ya 83 años, pero tiene la suerte de tener a una hija soltera que cuida de sus achaques y de sus diez vacas. Su hijo vuelve a la aldea en sus días libres para echar una mano con el ganado. Vicente admite que, a pesar de ser pocos, los vecinos no son muy bien avenidos y que apenas cruza palabra con la mitad del pueblo. Consciente de que el lugar donde pasó toda su vida tiene los días contados, hace una propuesta: «Se ninguén quere vivir aquí, que traigan xente doutras nacións», proclama. «A xente vai vivir onde hai cartos», le recuerda su hija. Vicente vino a esta aldea jalonada de hórreos de piedra para casarse, cuando estaba a punto de coger un barco para Argentina. «Funme quedando, funme quedando e agora marcharei, pero para o cemiterio», asegura. El resto de los vecinos de Paizás rechazan de primeras la charla con un bloc de notas de testigo y, por supuesto, las fotografías. «Nunca saímos no periódico e agora que nos quedan dous días, non queremos saír», dice uno de ellos. Cuando relajan sus reservas sobre la prensa, una mujer recrimina a los jóvenes la despoblación rural: «Van a arranxar outros sitios e olvidan onde naceron». Futuro incierto Frente a las casas de piedra abandonadas, que bien podrían recuperarse para el turismo rural, un vecino vaticina que la muerte de sus pobladores no significará el fin de la aldea. «Seguro que veñen a aproveitar o que queda», afirma. Muy cerca de Paizás hay un carballo centenario que, cuentan los lugareños, cura hernias y tumores. Pero el futuro de esta aldea de las tierras altas de Vimianzo es tan negro como los nubarrones de tormenta que ayer se cernían sobre sus tejados. Y nadie apuesta por un milagro que salve a Paizás.