Cuarenta años de un éxito

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín PUEBLOGALLEGO

GALICIA

Leopoldo Calvo-Sotelo, a la derecha, junto a Gerardo Fernández Albor, primer presidente de la Xunta tras las elecciones de 1981, en una entrevista en el año 1982
Leopoldo Calvo-Sotelo, a la derecha, junto a Gerardo Fernández Albor, primer presidente de la Xunta tras las elecciones de 1981, en una entrevista en el año 1982 RADIAL PRESS

La autonomía, tras el Estatuto que firmó mi padre como presidente del Gobierno, ha permitido la alternancia política y la estabilidad gubernamental, el aumento de la prosperidad económica y el cultivo del propio jardín cultural y lingüístico

24 abr 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Se cumplen este mes cuarenta años de la promulgación del Estatuto de Autonomía para Galicia, con el refrendo del presidente del Gobierno, que aquel 6 de abril de 1981 era mi padre, Leopoldo Calvo-Sotelo Bustelo, gallego y lucense por tres de sus cuatro costados. El año de 1982 era Año Santo Jacobeo, y el 31 de diciembre de 1981 el presidente del Gobierno se desplazó desde Ribadeo a Santiago de Compostela para hacer la tradicional ofrenda al Apóstol. Sus palabras tuvieron toda la gravedad que cabía esperar de un creyente al dirigirse al Patrón de España en la capital de Galicia, gravedad que quienes lo conocieron verán reflejada en un característico uso del vocativo: «En este año que termina, señor Santiago, los habitantes de esta tierra han hecho suya una gran decisión, importante no solo para su convivencia, sino también para la articulación de su comunidad con el resto de las comunidades de España. Han querido, con libertad responsable, tomar en las manos su propio destino para integrarse mejor, mediante el pleno desarrollo de su personalidad, en la patria común de la que tú eres santo patrono. En cuanto creyente y en cuanto miembro de esa comunidad gallega de la que, por razones de sangre, formo parte, quiero pedirte, señor Santiago, para mis paisanos gallegos, que acierten a encontrar y a expandir, en el camino apenas iniciado, su identidad de siempre; que esta comunidad, nueva y antigua, se constituya al servicio de cada uno de sus hombres y mujeres, para que todos puedan cumplir, en libertad y en solidaridad, su proyecto de vida».

Cuarenta años después, podemos decir que aquella plegaria fue escuchada. No cabe duda de que la historia de la autonomía de Galicia es una historia de éxito. Son muchos los elementos que podrían citarse para justificar esta afirmación. La autonomía ha permitido la alternancia política y la estabilidad gubernamental, el aumento de la prosperidad económica y el cultivo del propio jardín cultural y lingüístico. Y, sobre todo, la concordia civil. Pero yo prefiero acudir ahora a un argumento de autoridad, quizá porque lo siento muy próximo a mi biografía. Por aquellos años de finales de la Transición me hice lector habitual de un semanario británico, The Economist, cuya lectura me ha acompañado siempre. Mis alumnos de relaciones internacionales podrán testimoniar lo que valoro el papel que representa como vigía periodístico universal. Por eso, cuando en noviembre pasado The Economist hizo una exposición francamente positiva de la autonomía de Galicia, me pareció que era la mejor confirmación del éxito del proyecto político gallego, y una excelente manera de comenzar a celebrar el cuadragésimo aniversario del Estatuto de 1981.

Entre las observaciones de The Economist tiene particular interés la que dice que Galicia es una nacionalidad histórica que se encuentra a gusto en España. Aparece aquí una cuestión verdaderamente importante: la del papel de Galicia en el Estado de las autonomías. En todas las federaciones hay estados o regiones con una especial capacidad para el liderazgo. Durante décadas, California ha desempeñado en Estados Unidos ese papel, que ahora parece que le disputa Texas. Baviera siempre ha destacado entre los länder que componen la República Federal de Alemania. ¿Qué puede ofrecer Galicia en el gran foro de las autonomías españolas? Ya hemos aludido a la estabilidad sin perjuicio de la alternancia y a los frutos visibles del buen gobierno. Habría que añadir la tendencia del electorado gallego a mantenerse en las zonas templadas del espectro político. En el momento actual, las franjas extremas de ese espectro tienen una influencia política limitada en Galicia. No creo que se trate de una coincidencia circunstancial, sino de un equilibrio permanente, en concepto que tomo de José Manuel Romay Beccaría. Hay en la personalidad gallega un sano escepticismo que lleva a poner la política en su sitio, sin duda importante, pero sin sobrevalorar lo que puede aportar a nuestras vidas. La falta de esperanzas desmedidas impide los amargos desengaños y las posteriores decisiones repentinas de prestar apoyo a los radicales que prometen más de lo que nadie puede dar.

Nuestro texto periodístico británico empieza diciendo que el pueblo gallego es famoso por su caginess. Según un diccionario inglés, esa palabra se aplica a la persona que actúa con cautela antes de comprometerse, cautela que, a mi juicio, y al menos en política, es una virtud. Nada de entregas apasionadas, ni de saltos en el vacío, ni de actitudes grandilocuentes. Al contrario, prudencia, modestia, eficacia. Se diría que Galicia, cuando se le acercan con pretensiones extremosas, las rechaza bienhumoradamente con el estribillo de una de sus más alegres canciones: «Para vir a xunta min/Vai lava-la cara, galopín».

Amigo lector, yo no puedo hablar de Galicia sin citar a Cunqueiro, de cuya muerte se acaban de cumplir también cuarenta años. En sus Memorias lusitanas, hablaba Cunqueiro de unos versos de Camoens en los que, tras referirse al valor de los gallegos, los calificaba de «duro bando». «Sí, señor. Y por muchos años», decía Cunqueiro con suave ironía. Ningún aficionado a la literatura me perdonaría que pusiera a The Economist a la altura de Camoens. Pero una cosa en común tienen: la universalidad.

Por lo demás, no cabe sino felicitarse de que los elogios que ahora reciben los gallegos ya no sean por sus ásperas virtudes guerreras, sino por su prudencia política y su capacidad emprendedora. Con lo que, siguiendo a Cunqueiro, lo que procede es aceptar el elogio de The Economist, sin ninguna ironía y con las mismas palabras: Sí, señor. Y por muchos años.