Vaya por delante que desde el primer minuto pensé que el VAR era un instrumento para hacer del fútbol un deporte más justo y en donde esa tendencia por beneficiar al grande quedaría en entredicho. Pero hasta la fecha el videoarbitraje para lo único que ha servido es para cambiar el fútbol, para convertirlo en un deporte sin ritmo, que no depende de los jugadores sino de los jueces que a un buen puñado de cientos de kilómetros interpretan las normas en función de un buen número de imágenes, y por lo que se ve, no siguiendo en mismo rasero en función del escudo. La prueba palmaria sucedió este fin de semana.
El problema está en la aplicación de la norma. De repente se ha pasado de tirar la línea del fuera de juego con una fiabilidad milimétrica y de enjuiciar las manos dentro del área a medir si un portero tiene el pie 10 centímetros por fuera de la línea de gol y si un taco pasó cerca del tendón de Aquiles de algún jugador.
En todo estos avatares, normales del fútbol, habría que tener en cuenta la intencionalidad, pero eso no lo pueden saber unos sesudos analistas de imágenes, o quizás si a la vista de las determinaciones tomadas. ¿Por qué Maxi no y Sáenz, sí?
A mayores, no es una cuestión menos baladí el tiempo que se pierde en cada resolución de conflicto. Ayer el partido de Balaídos se fue a 51 minutos en su primer tiempo, pero no se jugó ni la mitad. En la primera expulsión cinco minutos se fueron al limbo, en la segunda otros tantos, y en un par de fueras de juego sometidos a juicio sumarísimo otro tanto. Con tanto VAR los equipos ya no necesitan perder tiempo porque la desactivación llega sola.
Si de verdad el VAR llegó para quedarse en el fútbol, alguien con poder debería tomar cartas en el asunto para que el monstruo no se coma al invento. A este paso no tardará mucho tiempo en conseguirlo.