Las audiencias en el Congreso de Petraeus y Crocker son una prueba de la robustez de la democracia norteamericana, pero también el mayor espectáculo político-mediático de la segunda presidencia de George W. Bush, de eficacia dudosa y contaminado de un cierto oportunismo.
El primero es un general de cuatro estrellas nombrado a principios de año comandante en jefe en Irak, y el segundo, el embajador en Bagdad. David Petraeus sustituyó al general George Casey, que fracasó en reducir la rebelión (pero fue relevado, no destituido, y tal vez sea el nuevo jefe del Estado Mayor cuando cese el general Pace). Y Ryan Crocker, ex embajador en Pakistán, relevó al distinguido miembro del clan neocon Zalmay Jalilzad. Los dos son, pues, miembros eminentes del segundo equipo norteamericano en Bagdad y ambos tienen excelentes credenciales.
Desde los criterios de competencia profesional e integridad política es notable la adaptación, un poco inesperada para decirlo suavemente, que estos dos hombres han mostrado poco a poco a la estrategia de Bush: perseverar, no reconocer el error, evitar toda autocrítica de orden moral, dorar el blasón de los pretendidos éxitos militares para, a fin de cuentas, dejar el drama a su sucesor.
El espectáculo del Congreso es grandioso y deplorable a un tiempo, una mezcla de politiquería clásica y bien montada y de democracia transparente con todo, o casi todo, bajo control.