Más allá del choque dialéctico entre Hillary Clinton y Barack Obama, los trucos sucios y la descalificación personal forman parte de los comicios desde Lincoln
27 ene 2008 . Actualizado a las 02:00 h.Cuando ayer miles de ciudadanos de Carolina del Sur acudieron a las urnas ansiosos de participar en el duelo demócrata que enfrenta a Hillary Clinton y Barack Obama, muchos recordaron los insultos que ambos se han proferido en la que ha sido calificada como «una de las campañas más agresivas de la historia».
Sin embargo, y según atestigua el escritor Joseph Cummins en su libro Anything For a Vote (Cualquier cosa por un voto), el intercambio de dardos envenenados es un práctica habitual que se remonta casi a la fundación del país.
Considerada como la primera democracia del mundo, Estados Unidos fue también pionero en la descalificación electoral gratuita, estrategia utilizada desde los tiempos de Abraham Lincoln. Fue precisamente uno de los contrincantes del ex presidente, el demócrata George McClellan, quien en 1864 y en un discurso a la nación dijo que su rival era «nada más que un bien intencionado payaso». Unos (des)calificativos que, si bien excedían el buen juicio del siglo XIX, no conseguían estar a la altura de los lanzados tres décadas antes por el congresista republicano Davy Crockett, quien en una sesión del Congreso acusó al candidato presidencial Martin van Buren de «vestir corsés y ropa de mujer en la intimidad», con el consecuente escándalo en la Cámara.
Bush, el manipulador
Con el paso de los años, y la entrada en el siglo tecnológico, resaltar los defectos del contrario se convirtió en arte en los equipos electorales presidenciales, siempre dispuestos a exhibir los trapos sucios del contrario, cuando no a fabricarlos. Así lo hizo por ejemplo George W. Bush en su batalla contra el demócrata Al Gore, de quien llegó a decir que iba presumiendo de «haber inventado Internet». Aunque en realidad el ex vicepresidente solo admitió en una entrevista su contribución al descubrimiento, el bulo sirvió para acrecentar la fama de arrogante del único candidato batido en la urnas por apenas 356 votos, tras el polémico recuento de Florida.
El gusto por lanzar rumores sobre sus contrincantes -en las primarias del 2000, Bush acusó a su compañero de filas John McCain de tener una hija ilegítima negra- podría venirle de su propio progenitor, George Bush.
Con fama de siniestro y manipulador, entre las leyendas oscuras de este republicano destaca la que lo señala como el artífice de la victoria de Reagan en su duelo contra Jimmy Carter: en 1980, Bush pactó en secreto con el Gobierno iraní para evitar la liberación de varios rehenes estadounidenses, con el objetivo de perjudicar en la carrera al entonces presidente, quien esos días trataba desesperadamente de llegar a un acuerdo con los terroristas.
Derrota y traición
Traicionado por sus propios compatriotas, los rehenes fueron puestos en libertad horas después de la derrota del demócrata, quien denunció que un espía de Reagan le había robado un maletín con su debate presidencial (algo que después fue demostrado).
Por si fuera poco, y ya como candidato presidencial, el patriarca de los Bush es también responsable de dos de las anécdotas más recordadas en los mentideros populares de Washington. La primera, en 1988, cuando, en su empeño por batir al demócrata Michael Dukakis, trató de asustar al electorado diciendo que este había dejado suelto al asesino en serie de Chicago, John Wayne Gacy. La noticia encendió la ira del reo, quien en una misiva afirmó sentirse «indignado por el comportamiento tan poco ético del señor Bush, que utiliza mi persona para sus fines personales».
La otra se produjo en su enfrentamiento con Bill Clinton, a quien acusó de haber fumado marihuana en la universidad. Su sueño de batir al ex gobernador de Arkansas se hizo añicos cuando Clinton logró salirse por la tangente con la famosa frase de «sí la fumé, pero nunca tragué el humo».