¿Otra primavera de Praga?

Leoncio González

INTERNACIONAL

La Casa Blanca y el Kremlin abren una nueva etapa tras los desencuentros de los últimos años

27 mar 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Si el color del cristal con que se mira es exclusivamente militar, el mundo no es un lugar más seguro tras el acuerdo que alcanzaron ayer Obama y Medvédev. Los recortes logrados por sus negociadores son apreciables pero, sin desmerecerlos, tiran a modestos cuando se tiene en cuenta la capacidad de fuego que siguen reteniendo EE.?UU. y Rusia. No perdamos de vista que ambas potencias conservarán todavía un poder de destrucción nuclear capaz de hacer saltar el planeta varias veces por los aires.

Sin embargo, desde el punto de vista político, el acuerdo tiene una trascendencia para la comunidad internacional que recuerda la que, hace unos días, tuvo a escala norteamericana la aprobación de la reforma del sistema sanitario. Va a hacer historia.

Significa, ante todo, que Washington y Moscú no se dejaron arrastrar por los halcones que aprendieron a volar en la guerra fría. No era fácil porque las alambradas de espino que en su momento levantaron la expansión de la OTAN hacia el este de Europa, el escudo antimisiles de George W. Bush o la invasión de Georgia por Putin, habían creado un clima de desconfianza y resentimiento mutuos. Pero ambos países han sido capaces de «resetear» sus relaciones, por decirlo con palabras de Hillary, y estar a la altura de lo que demandaba el mundo de ellos tras expirar el START II.

Un mérito que relanza la figura de sus presidentes y que, especialmente en el caso del norteamericano, obliga a revisar el juicio de cuantos, después de haber levantado enormes expectativas sobre su llegada a la Casa Blanca, se apresuraron a retratarlo como un telepredicador hueco por no cumplirlas el primer año.

Se pueden poner pegas. Ambos presidentes necesitaban el acuerdo por razones menos nobles (Medvédev está a punto de traspasar el ecuador de su mandato sin logros de relieve y Obama se exponía a que la conferencia internacional sobre proliferación programada para mediados de abril en Washington fuese un fiasco más). Además, no se puede olvidar que, una vez que ambos firmen en Praga, quedan en manos de sus respectivos Parlamentos, que son los que tienen la última palabra para ratificar el acuerdo, y que en ese proceso podrían surgir escollos que lo conviertan en papel mojado.

Pero si ambas partes manejan su éxito con inteligencia, el tratado puede ser una llave muy valiosa para abrir otras puertas más grandes o, si se prefiere, para esbozar una ruta hacia la esperanza nuclear. Debería pasar en mayo próximo por una renovación más ambiciosa del Tratado de No Proliferación ahora en vigor y, sobre todo, por cerrar la vía a una escalada nuclear en el Pérsico, conteniendo las ambiciones atómicas de la dictadura iraní.

El acuerdo entre los inquilinos del Kremlin y la Casa Blanca no garantiza que se den estos pasos. Pero, desde luego, sin que lo hubiesen sellado habría sido incluso ingenuo meterlos en el orden del día. Este es el motivo por el que podrían no ir tan desencaminados los que se animan a ver una nueva primavera en Praga, cuarenta y dos años después de aquella que heló el corazón de la humanidad.