En Londres y Washington sabían que era solo cuestión de tiempo que apareciesen las pruebas de lo que, por otra parte, no era ningún misterio: la colaboración de sus servicios secretos en la represión de la oposición libia. La oposición libia que ahora ellos mismos han ayudado a tomar el poder.
La figura de Abdel-Hakim Belhaj lo resume en una sola ironía: felicitado hoy por Estados Unidos como el comandante guerrillero que liberó Trípoli, resulta que la CIA se había pasado algunos años intentando eliminarlo para complacer a Gadafi, que le perseguía por yihadista. Otros documentos son menos comprometedores, pero no menos dañinos por lo cómicos, como el que desvela que los escritores de discursos de Tony Blair redactaron alguno para Muamar el Gadafi (en política, compartir plumillas es como ser hermanos de sangre).
Son revelaciones incómodas pero, no nos engañemos, no cambiarán la manera en la que funciona la diplomacia y los servicios de inteligencia. Estos trabajan con una lógica autónoma, deliberadamente amoral, cortoplacista. Sus teóricos dicen que tiene que ser así, y quizá sea verdad, pero en todo caso el debate nunca se suscitará, porque es un juego que transcurre, como todos los juegos ilegales, en un garito que no está a la vista del público. De vez en cuando, como ahora, termina una partida y se barajan las cartas. Entonces resulta que alguien como Musa Kusa, el antiguo jefe de los servicios secretos libios, «el enviado de la muerte» como le llamaba el diario The Times, y que fue expulsado de Gran Bretaña por asesinar opositores, termina cómodamente instalado en Londres tras cambiar de bando. O un yihadista como Belhaj (realmente lo es) se convierte de repente en héroe; mientras que Saif al-Islam Gadafi queda como un criminal (lo es también) cuando ayer era la «gran esperanza blanca» de Occidente.
Nadie saca ninguna conclusión, nadie se pregunta si fue un error esto o aquello. Simplemente, alguien corta, reparte, y el juego recomienza.