Lo que se espera de nosotros puede producir cambios en nuestra conducta que van más allá de nuestra motivación y rendimiento previo
21 feb 2022 . Actualizado a las 15:10 h.Tras casi tres horas de juego, el partido se revela como una pendiente infinita imposible de remontar y un marcador mostrando todo en contra tras un esfuerzo, hasta ese momento, tan monumental como en vano. Con Daniil Medvedev dispuesto a dinamitar el partido al resto, se disputa un punto crucial: si logra romper el servicio sabe que la faena será completa y el torneo caerá de su lado, quebrando definitivamente las fuerzas y esperanzas de su rival. Al otro lado de la pista, Rafael Nadal pone la pelota en movimiento, se produce un intercambio despiadado de golpes hasta que el ruso cambia la dinámica con una dejada que obliga al mallorquín a desplazarse con velocidad hacia la red y, con un sutil revés cortado, acariciar una de esas bolas capaces de cambiar partidos.
Lo sorprendente viene después. Todavía en una situación crítica y desoladora para cualquier otro, Nadal celebra el punto desatado dirigiéndose hacia una grada que le devuelve sin contemplaciones una aclamación ensordecedora. La confianza por lograr lo imposible que muestra el español en ese momento se une a las expectativas incondicionales de un público que cree que puede hacerlo. Y de esta manera, se manifiesta un fenómeno que se conoce como «efecto Pigmalión».
¿Qué es el efecto pigmalión?
A finales de los años sesenta, el doctor Rosenthal y la doctora Jacobson llevaron a cabo en California un experimento escolar que se convertiría en unos de los estudios psicológicos más importantes del siglo. Al inicio del curso, tras realizar un test de inteligencia a un grupo de trescientos estudiantes, observaron que los resultados no mostraban grandes diferencias entre ellos. Tras esto, seleccionaron al azar un pequeño subgrupo de alumnos sobre los que elaboraron informes falsos haciendo creer a los profesores que habían obtenido resultados extraordinarios en los exámenes de inteligencia. Al finalizar el año académico se procedió a repetir los mismos test que se habían realizado previamente, quedándose los investigadores anonadados tras comprobar que aquel pequeño grupo sobre el que habían falseado los informes había obtenido, esta vez de forma real, resultados muy superiores al resto.
Pero, ¿qué había sucedido? Aquellos informes falsos habían modificado instantáneamente las expectativas de los profesores hacia los alumnos que ahora les parecían más brillantes. Estos comenzaron a recibir de forma inconsciente un trato diferenciado, con más atención y paciencia; gozaban de mayor protagonismo y obtenían mejores feedbacks de sus maestros que los otros alumnos. Por lo tanto, se generó un clima más enriquecedor en torno ellos que acabo desembocando en una mejora de los resultados finales. A esto se le denominó como el «efecto Pigmalión», en referencia a un mito griego basado en un escultor que de tanto amar a su propia estatua en forma de mujer, Galatea, logró que se convirtiese en humana.
En posteriores investigaciones, se denominó «efecto Galatea» cuando el foco se ponía en el individuo a estudio. Aplicado al anterior ejemplo, en vez de que ser los profesores los engañados, eran los propios alumnos los que creían haber obtenido grandes resultados. De manera que, cuando se depositaban sobre ellos de forma consciente tales expectativas, trataban y se esforzaban en corresponderlas, logrando un mayor progreso posterior.
¿Qué nos explica y qué factores influyen?
Este tipo de comportamientos ponen en valor la hipótesis de la profecía autocumplida, en el sentido de que la expectativas generadas por los demás pueden producir cambios en nuestra conducta que van más allá de nuestra motivación y rendimiento previo. Asociado a una creencia propia y consciente de poder cumplirlas, puede generar un efecto aún mayor.
Rosenthal creía que debían cumplirse al menos tres factores para que esto ocurriese. Debe generarse un clima adecuado para que esa persona se sienta cómoda, así como una contribución de ese entorno, preocupado en guiarlo y enseñarle en sus objetivos. También debe haber mensajes de retroalimentación positiva que le animen a continuar y seguir esforzándose para lograr su cometido. De la misma manera, esto puede ocurrir a la inversa. Es decir, transmitir mensajes de miedo, incertidumbre o desprecio, pueden generar un rechazo o desánimo del receptor que le generen conductas evitativas y sentimientos de que no va a lograr ningún resultado positivo.
Si bien no hay estudios específicos que expliquen los cambios biológicos que se producen en nuestro cerebro, sí los hay en otros fenómenos con características similares dentro de la ciencia, como el famoso efecto placebo. A través de este último se ha demostrado la implicación y variaciones de ciertos circuitos neurológicos tras administrar falsos medicamentos para diferentes enfermedades. Estos «engaños» cognitivos a los que se someten los pacientes son capaces de activar mecanismos neurobiológicos que se pueden traducir en verdaderos efectos terapéuticos. Esto nos podría sugerir que algo similar sucede en el efecto pigmalión.
¿El postureo del optimismo?
Toni Nadal, seguramente el principal artífice de la mentalidad de su sobrino, cuenta una anécdota de cuando este era adolescente. Tras una victoria en un torneo de mediana importancia, y con Rafael especialmente satisfecho con el título, su tío le imprimió una lista de los ganadores anteriores a él. Tras leerla, se dio cuenta que no conocía a ninguno. La lección que pretendía transmitirle no tenía que ver con cortarle las expectativas a su pupilo, sino reforzar otros valores. No traspasar la línea que separa tener confianza con ser confiado o evitar el exceso de halago. Quería que su sobrino no se considerase lo suficientemente bueno, pero que tuviese la esperanza de serlo. Este ejemplo pretende explicar que no solo las expectativas generadas por los demás y por uno mismo son suficientes para desarrollarse, sino que deben acompañarse de otros comportamientos y aptitudes sin los que caeríamos en un optimismo inútil y vacuo. Pero sí hay que recalcar que hay una responsabilidad ineludible en nuestras palabras, en cómo tratamos a los demás y en cómo podemos influir tanto positiva como negativamente en nuestro entorno.
Probablemente el propio Nadal sea el primer sorprendido de los títulos y logros que ha ido acumulando en su carrera. A un talento innegable siempre le ha acompañado un ambiente familiar, cercano y estable, que le ha guiado y orientado tanto desde el punto de vista profesional, como personal. Además, a esto se ha unido una capacidad propia por ir cumpliendo progresivamente, desde que ganó su primer Roland Garros, objetivos que inicialmente parecían inalcanzables para él. Como triunfar lejos de la tierra batida, superar a Federer o convertirse en número uno del mundo, reforzando su confianza continuamente. Tras cada listón que derribaba, colocaba un poco más alta la base de sus aspiraciones. Y a todo esto se añaden la expectativas del resto de la gente. El haberlo visto realizar cosas inimaginables en tantas ocasiones, ha «acostumbrado» a la mayoría a su capacidad de resiliencia, generándose en los peores momentos un clima de expectación y de apoyo que juega a favor del balear. Todos ello confluyó en la pasada final de Australia.
Por el contrario, en la rueda de prensa tras perder la final, Medvedev se mostró decepcionado y enfadado por el trato de favoritismo que había recibido el español por parte del público australiano durante el partido. No entendía por qué eso había sucedido y además lo consideraba irrespetuoso, llegando a relatar metafóricamente una historia de sueños rotos de un joven tenista e incluso esgrimiendo motivos de nacionalidad. Lo ocurrido fue otra evidencia de cómo un entorno desfavorable había generado una influencia negativa sobre él. Las razones por las que se generó este clima, que las hubo, son otra historia sobre las que el ruso deberá reflexionar.
Sin embargo, lo realmente relevante en el caso de Rafael Nadal es haber superado esas expectativas propias y ajenas. Ya no en un beneficio individual, sino en algo capaz de inspirar a millones de personas. Y al igual que el escultor Pigmalión, hacer de lo imposible, algo humano.