Aina Lorente, exadicta a las benzodiazepinas: «Durante todo un año mezclé pastillas con alcohol para dormir horas y no existir»

SALUD MENTAL

Una foto de Aina durante un viaje, justo antes de ingresar en un centro para tratar su adicción a los ansiolíticos.
La Voz de la Salud

Una crisis de pánico durante su adolescencia la llevó a una espiral ansioso-depresiva que palió utilizando ansiolíticos indiscriminadamente, una situación límite de la que ha logrado salir

24 oct 2024 . Actualizado a las 18:08 h.

La caída a los infiernos de Aina comparte algunos de los elementos narrativos aleccionadores que caracterizan y han hecho tan temidos durante siglos a los relatos bíblicos; como esas historias del Antiguo Testamento en las que todo se tuerce tras probar lo prohibido. La manzana en el paraíso; el pecado capital dentro de una masa esponjosa horneada media hora. Tenía quince años, era una niña experimentando que vivía en un pequeño pueblo a tiro de piedra de Barcelona. Mala suerte, predisposición o falta de información. Quizás todo esto junto la llevaron a probar con quince años un pastel de marihuana. Un acercamiento a las drogas blandas que acabaría en una espiral autodestructiva por abuso de las benzodiazepinas. «Yo no fumaba porros ni nada. Pero un día me tomé un trozo de pastel de marihuana y me dio tal chungazo que a partir de ahí, a los quince años, ya no fui la misma. Tenía ansiedad, no sabía lo que me pasaba. Todo vino de aquel pastel». Aquella primera crisis de pánico marcaría una historia que sigue transcurriendo, pese a que en algún momento ella quiso ponerle el fin. Hoy, aunque no hay un final, sí hay un feliz. En presente continuo.

El inicio

Aquel ataque de pánico a consecuencia del pastel fue el primero de muchos, esa tarde se abrió la espita de un largo historial de problemas de salud mental. Durante sus años de educación secundaria, Aina tuvo que pasar por quirófano y los efectos de la anestesia dejarían una profunda huella en su vida posterior. Sin saber cómo, su cabeza uniría aquellos dos eventos. «Durante aquel tiempo, después de la operación, la sensación del chungo que me dio con aquel pastel, volvía, la revivía. No sé cómo explicarlo porque era una paranoia. Sentía que me iba a morir porque me iban a dormir. Me desataba crisis de pánico», trata de dar a entender. Pero más allá de hallar una explicación, Aina era consciente que algo iba mal. Acudió por primera vez a terapia.

«Un día me voy al psicólogo porque no sé qué me está pasando. Me dicen que lo que estoy viviendo son crisis de pánico y ataques de ansiedad. Es aquí donde obtengo mi primera benzodiazepina, no con una receta, porque los psicólogos no las pueden prescribir, pero sí me dio una 'de rescate' por si algún día me pasaba algo, para sentirme más protegida. La idea era disponer de algo que pudiese parar esa sensación, porque se pasa fatal», reconoce. Los ansiolíticos abrieron una rendija para que Aina pudiese respirar mínimamente. Solo una bocanada de aire, insuficiente para una adolescente a la que la vida no pensaba dar tregua. «Cada vez empiezo a tener más ansiedad, más crisis de pánico, siento que necesito más de una pastilla y es cuando voy a mi médico de cabecera, que me da las benzos recetadas. Al principio, tomaba una cada tres meses. Pero empiezo a tener problemas en mi vida y cada vez necesito más, necesito más, necesito más», recuerda.

Las recetas empiezan a ser consumidas mucho antes de que salga la siguiente. Se las arreglaba para seguir teniendo acceso a ellas. «Manipulo», es el verbo que elige. Los problemas en su vida se acumulan —cuáles eran no tiene demasiada relevancia y pasa de puntillas— y las benzodiazepinas «ya no me hacen nada». Cuando todo lo demás falla, roba lorazepam y diazepam a sus padres. «Y al final ya veo que estoy en un mundo en el que... bueno, que a lo mejor sí que tengo una depresión, ¿no? Porque empieza a haber muchos problemas que ya no sé cómo gestionar», se plantea por primera vez. Porque la depresión nunca había sido barajada entre sus posibilidades.

La universidad

Aina tenía un plan y aparcó lo demás. Es el plan que muchos, puede que la mayoría, tienen. Colegio, universidad, trabajo y lo que venga. Ser universitaria y vivir en un pueblo implica desplazamientos; marchar. Su primera experiencia fuera de lo que ella define como su «zona de confort». Los viajes diarios a la facultad se convirtieron en un infierno. Comenzó a sufrir ataques de ansiedad en el coche. Ansiedad y un lugar cerrado no casan bien. «Es lo peor del mundo», resume ella.

Inicialmente, la llevaba a clase un chico mayor que ella, pero cuando su conductor acabó su etapa universitaria tuvo que pasar del asiento del copiloto a coger el volante, lo que le hizo desarrollar una profunda fobia al vehículo. Tenía 19 años, cuatro años después de probar aquel pastel. La depresión, ese escenario que había negado, se hacía cada vez más sólido. «Yo seguía yendo al psicólogo, pero no me servía para nada. Empecé a pensar que el problema tenía que tenerlo yo, porque iba pagando, de psicólogo en psicólogo, y no había forma de remontar. Y mira que el médico de cabecera me había dicho ya hacía mucho que sí quería probar con antidepresivos, me insistía, me aseguraba que tomar antidepresivos no necesariamente implicaba tener una depresión, sino que eran un tratamiento para la ansiedad, que ayudan. Pero para mí estaba muy mal visto». Esta etapa de su vida está salpicada con frecuentes visitas a urgencias con cuadros de ansiedad, donde consigue que las recetas de benzodiazepinas se prolonguen, estirando y estirando la pauta inicial.

La depresión

«Me saqué la uni por mis cojones», dice llena de fuerza, alimentada de la rabia de aquel recuerdo. Lo hace estudiando de apuntes que consigue, porque deja de ir clase. Lo hace en medio de una pauta farmacológica caótica porque sí, cumple con el antidepresivo, «pero si me decían que las benzos era solo una o por la mañana, yo hacía siempre lo que quería; si quería más, pues me enchufaba más». Por la mañana, a la noche, «al final, ya acabé mezclando todo». Ahí quedó ese pequeño —o gran— éxito académico en medio de una vida personal «que va muy mal», asegura. 

En este punto, Aina echa un vistazo al pasado, buscando certezas de dudosa existencia. «Siempre he sido una niña súper mimada. Con las operaciones que tuve, pasé un tiempo en el que no podía hacer nada; me lo hacían todo. Cuando me recupero, me siguen haciendo todo. Me voy invalidando, creyendo que no sé hacer nada sin mis papis. Todo va sumando».

Salir de fiesta se convierte en el único motor que activa en Aina cierta motivación. Pero la mezcla del alcohol y un tratamiento cada vez más deslabazado solo logran generar problemas nuevos. Y la rueda gira: más ansiedad, más depresión, más dosis terapáutica recetada en consulta —cuando no decidida por ella misma—. Y vuelta a empezar. Una escalada que se prolonga «hasta los 25 o 26 años», una década ya después de aquel pastel. 

El bloqueo emocional

De aquel terremoto, en Aina solo sobrevivían unos cimientos a los que asirse y que pronto serían ruinas. Cuando apenas le quedaba nada, sin rastro de algo mínimamente parecido a la autoestima, desarrolló una dependencia patológica por su entonces pareja. Prefirió la violencia a estar sola en sus tinieblas. «Prefería estar con mi ex y que me pegara que estar en mi casa, sola, sin él».

Aina Lorente ha logrado abandonar el consumo abusivo de benzodiazepinas.
Aina Lorente ha logrado abandonar el consumo abusivo de benzodiazepinas. La Voz de la Salud

Es él quien termina con la relación, otra estocada a su autoconcepto. «Me deja y yo aún estoy peor. Mis amigas de toda la vida, de 25 años, me dicen que ya no puedo seguir ese ritmo de vida, que es salir de fiesta cada fin de semana. Ya no estaba feliz y lo único que hacía era molestarlas. Me dejan sola», espeta en la parte más dura de un relato de por sí crudo. Aina se pasa los tres siguientes meses en su cama, «queriendo morir» y tratando de construir apresuradamente nuevas amistades. «Ya te lo puedes imaginar, gente de consumo, gente que está en la mierda, que es a lo único a lo que puedo acceder en ese momento». Ese empieza a ser su círculo. 

El consumo de benzodiazepinas ya llega hasta los diez comprimidos diarios, cócteles con distintas formulaciones: «Mezclaba alprazolam, lorazepam, diazepam... Pero no me hacen nada. ¿Al final qué hice? Durante el año siguiente, cada día, estuve mezclando las benzodiazepinas con alcohol para dormir horas y horas y no existir. Ya nada me quitaba la ansiedad». Baja el tono de voz cuando reconoce que se quería morir. «Yo me intenté suicidar... y tal», susurra, con esa coletilla que encierra mucho sin decir nada. La situación era insostenible y todo colapsó una noche de septiembre del 2023. «La peor noche de mi vida», dice. Una noche de vigilia y abstinencia forzada, sufriendo espasmos. Sin más detalles, un clímax narrativo en su drama que forzó la catarsis. No había más caminos. «Aquí fue cuando digo, vale, necesito ir a algún centro». Por suerte, Aina todavía contaba con su familia y vecinos del pueblo. «Ya no sabían qué hacer y me habían planteado esa posibilidad, la de ingresar, pero yo decía que ni de broma». Pero tras aquella noche, evento canónico necesario, dijo sí. No tanto por convicción como por falta de alternativas. «Aquí es cuando dije, Aina, pues sí. Tengo que hacerlo por mí».

28 de noviembre del 2023

Todos tenemos un día que marca un punto en nuestras vidas. Si ustedes aún no lo tienen, lo tendrán. Cuando el discurrir de la historia alcanza el 28 de noviembre del 2023, día en el que ingresa en un centro de rehabilitación, Aina se para y pronuncia la fecha. «El 28 de noviembre del 2023», como si fuese obligatoria esa pausa, para masticar y dar forma a cada sílaba. «Fue lo mejor que he hecho en la vida», dice, anticipando por fin un giro de guion a favor de viento.

«Lógicamente nadie quiere al principio ingresar, pero es lo mejor que he hecho en la vida. Era un centro terapéutico de adicciones —concretamente, la Comunidad Terapéutica Riera Mayor—, pero te voy a decir una cosa: todo el mundo, independientemente de que tenga una adicción o no, tendría que pasar por ahí y sanar todo lo que tenga que sanar del pasado. Yo salí fuerte como una roca», se aventura a recomendar, llena de agradecimiento. «Allí estás en una burbuja, pero te enseñan a gestionar las cosas para cuando salgas. Entrené mucho mi inteligencia emocional, hice un trabajo durísimo de súper introspección. Tuve que marcar muchísimo mis límites, porque un adicto no tiene límites y yo nunca había tenido que enfrentarme a un ''no''. Allí empecé a recibir noes a saco y lloraba como una niña pequeña. Te vas dando cuenta de muchísimas cosas y, si estás en el momento y el sitio adecuado, si te dejas ayudar y das todo para lograrlo, puedes sanar todo lo que tengas que sanar y entender lo que estaba fallando. Porque nunca había entendido qué estaba haciendo mal; estaba haciendo lo que me habían dicho desde pequeña: intentar crear una familia, tener una carrera universitaria, trabajar de esto y de lo otro. Al final era creencias limitantes. Me di cuenta que lo que yo consideraba normal y lógico no me llenaba. Tuve que desaprender todo para volver a aprender de nuevo. Una reprogramación cognitiva, es como lo le llaman. Y salí súper bien», cuenta.

Aina dejó las benzodiazepinas —su tratamiento incluye ahora pregabalina— y, progresivamente, va reduciendo los antidepresivos. Ha sabido identificar que su carrera, una ingeniería alimentaria, no la hace feliz. «Me empiezo a dar cuenta que yo no quiero estar sentada, que podría cobrar 2.000 euros al mes con lo que he estudiado, pero que no me llena. Yo necesito estar rodeada de gente, no encerrada ocho horas». Se dio cuenta porque la ansiedad volvía cuando empezó a explorar ofertas de trabajo en su campo. Por lo que cambió el guion y ahora promociona rápidamente en una empresa en la que entró como comercial. «Me di cuenta de que me gustaba, empecé a conocer otra vez a muchísima gente, vuelvo a tener un núcleo de amistades y me llena. Ven que soy buena y están apostando por mí», dice satisfecha. 

Dice que claro que le asusta la posibilidad de una recaída. Junto a un compañero ha acabado por montar una web llamada Universo Libélula para compartir su historia y acompañar a otras personas que estén atravesando el mar que ella surcó. Y aquí continúa su historia, un relato que pasa a la charla coloquial una vez soltado todo el lastre. «Ojalá la gente supiera que sí se puede, ojalá la gente no llegase al punto de caer, de quererse suicidar, de dejar maltratarse por su novio, por sus padres o por quien sea. Ojalá pudiera ayudar a esa gente. Pero pienso, ¿cómo?», se cuestiona mientras deja claro, probablemente de manera inconsciente, que contarlo así, tal como fue, es un gran primer paso.

Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.