Ana Camacho, neuróloga pediátrica: «Pasados los primeros años de vida, el motivo de consulta más frecuente son los dolores de cabeza»
LA TRIBU
La presidenta de la Sociedad Española de Neurología Pediátrica explica cuáles son las principales patologías neurológicas que se dan en la infancia y en qué se diferencian de las que se pueden manifestar en adultos
15 sep 2022 . Actualizado a las 12:49 h.La doctora Ana Camacho es licenciada en Medicina y Cirugía por la Universidad Complutense de Madrid. Completó su formación académica en la Unidad de Neuro-oncología Pediátrica del Children's Hospital of Philadelphia (EE.UU.), el Servicio de Neuropediatría del Hospital San Joan de Déu de Barcelona y en el Institute of Human Genetics de Newcastle (Inglaterra).
A día de hoy, es una referente en neuropediatría especializada en patología neuromuscular, movimientos anormales, enfermedades infecciosas y neuroinmunología en edad infantil. Ostenta el cargo de presidenta de la Sociedad Española de Neurología Pediátrica (SENP) y desde hace quince años, presta consulta en el Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid.
—¿Cuáles son los problemas neurológicos más frecuentes en edad pediátrica?
—En los más pequeños, digamos, en lactantes o en edad preescolar, lo que vemos con más frecuencia son trastornos del neurodesarrollo. Esto consiste en que el niño no hace las adquisiciones motoras o lingüísticas adecuadas para la edad que tiene. Eso puede ser la antesala de un niño que tiene una discapacidad intelectual, de un niño que sea posteriormente diagnosticado con un trastorno del espectro autista o a veces son variantes de la normalidad, que simplemente necesita más tiempo para normalizar y conseguir los hitos adecuados a su edad. En los niños más pequeños, esos serían los principales motivos de consulta en neuropediatría.
—¿Cuáles suelen ser las alarmas por las que los padres acuden a consulta?
—Durante el primer año de vida, los hitos más importantes que tiene que realizar un bebé son en la esfera motora. Si durante el primer año de vida el niño no se sienta cuando se tiene que sentar, que es entre los seis, nueve meses, no empieza a ponerse de pie hacia al final de año, ese sería un poco el escenario de alarma.
A partir del segundo año de vida, aparte del desarrollo motor que va a continuar porque es la etapa en la que normalmente se adquiere la marcha autónoma, también hay que hacer unos desarrollos a nivel de lenguaje y de socialización. Por ejemplo, que un niño, si nos fijamos en la esfera motora, no caminase con 19 meses. Al nivel del lenguaje, que con 18 meses no respondiese a la llamada, que se mostrase que no emite lenguaje y que no utiliza gestos para comunicarse, que pareciera que el sonido humano no le interesa o que no socialice bien. Que tiene un juego solitario y un poco primitivo en vez de empezar con un juego más creativo. Es un poco eso, tener una referencia de la normalidad que conocemos en la comunidad médica y ver realmente si el niño, con la edad que tiene, lo hace o no. Sabiendo que hay unos plazos temporales, que no es en un mes determinado sino que hay un rango de edades en los que todavía se puede hacer esa adquisición.
—Y cuando ya empiezan a ser más mayores, ¿cuáles son las patologías neurológicas que más soléis ver?
—Pasados esos primeros años donde lo más importante es el neurodesarrollo, el motivo de consulta más frecuente es la cefalea, los dolores de cabeza. También es bastante frecuente en pediatría la epilepsia. Y dentro de los trastornos del neurodesarrollo se pueden presentar aquellos que se ponen de manifiesto con el aprendizaje o en una edad escolar, como dislexia, un problema con el aprendizaje específico o un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH).
—Sobre la epilepsia, suele ser una patología que asusta un poco, sobre todo tratándose de edades pediátricas. ¿Qué consejos dais a los papás cuyos hijos la padecen?
—La epilepsia es un trastorno que por la forma de manifestarse las crisis es alarmante. Hay diferentes tipos de crisis, no todas son iguales. Algunas solo consisten en una breve desconexión del medio, como una ausencia o privación, pero otras son una convulsión. Y eso es aparatoso porque aunque sea de breve duración hay una sensación de peligro, de un desenlace fatal inminente que es una experiencia difícil para quien es testigo de lo que está ocurriendo. Tenemos la suerte de que disponemos de muchos fármacos para controlar las crisis epilépticas y que son efectivos en la mayoría de los casos. Podemos ofrecer una terapéutica que funciona y que controla las crisis. Aún así, a los padres también les proporcionamos medicación de rescate. Hay fármacos que en vez de utilizarse de manera constante y mantenida para evitar la aparición de las crisis, se utilizan solamente cuando aparece la convulsión para cortarla y que no se prolongue más.
Por otro lado, damos instrucciones sobre cómo actuar desde el punto de vista del testigo, de la persona que está acompañando al chico que tiene la crisis. De lo que hay que hacer y de lo que no en el momento de la convulsión. A veces existe una sobreactuación con cosas que no se deben hacer como meter objetos en la boca, manipular, intentar despertar… Por esa razón, sí que hacemos una pedagogía o una educación con las familias para que sepan cómo enfrentarse e intentar sobrellevar ese momento de gran ansiedad y preocupación con calma para un manejo óptimo de la situación.
—La cefalea y la migraña tienen sus complicaciones en el diagnóstico. Saber el número de crisis al mes, en qué parte de la cabeza duele exactamente... ¿Cómo manejarlo con los pequeños?
—Los adolescentes sí pueden relatar como un adulto más o menos lo que les pasa y en los niños pequeños siempre se les invita a expresar cómo están. Pero es difícil, sobre todo en la historia clínica, recoger los datos. El niño más pequeño no la puede proporcionar y por eso recurrimos a los padres, que observan cuando el niño se queja de dolor. Que nos digan dónde se lleva la mano, que puede indicar cuál es la localización del dolor, y cada cuánto tiempo le pasa. Qué hace el niño, si se tiene que acostar o puede seguir con su vida normal, si le ven mala cara o si vomita… Es una historia contada por los testigos. Y así es como nos movemos. Es verdad que los criterios diagnósticos que se utilizan a veces para diagnosticar una migraña en un adulto son diferentes a los de la infancia, pero porque también las propias herramientas que tenemos para hacer la historia clínica son totalmente diferentes. Como muchas cosas en pediatría, nos servimos de la narración de los progenitores de lo que está sucediendo. Pero es válido y nos sirve para llegar al diagnóstico y poner el mejor tratamiento.
—¿Existen muchas diferencias con respecto al tratamiento de los adultos?
—En la cefalea hay un tratamiento agudo, si los episodios son separados en el tiempo, que son analgésicos. En ese sentido, son similares a los que se utilizan en adultos pero con unas dosis ajustada al peso de los niños. Y si son pequeños, con la posibilidad de que existan soluciones en jarabe que son más fáciles de tragar. Hay algún fármaco que solo tiene indicación a partir de los 18 años y nos movemos con eso. En teoría muchos fármacos son off-label, es decir, no tienen indicación como tal si no se ha demostrado eficacia por debajo de los 18 años y eso se lo contamos a las familias.
Luego si los episodios son muy frecuentes, al igual que en los adultos, ponemos un tratamiento preventivo durante unos meses para reducir la frecuencia de los episodios. En líneas generales también son los mismos fármacos que se utilizan en población adulta. Muchas veces lo que hacemos en pediatría es imitar o traer los fármacos ya utilizados en ensayos clínicos de población adulta. Al igual que los analgésicos, lo que hay que hacer es ajustar la dosis al peso del niño.
—Se habla mucho del ictus en adultos. ¿Qué hay del ictus pediátrico?
—Es cierto que el ictus pediátrico está ensombrecido frente al de adultos porque es muchísimo más infrecuente, pero es una realidad que puede ocurrir. Las causas aquí sí que son diferentes. En los adultos, el ictus viene derivado normalmente de patología cerebrovascular, con factores de riesgo tipo hipertensión, diabetes, tabaquismo, hipercolesterolemia… y todo eso no lo tenemos en la infancia. Pero hay otras enfermedades que pueden dañar los vasos que sí son frecuentes en esta etapa y que hacen que excepcionalmente el niño pueda tener un accidente cerebrovascular.
El manejo precoz de estos trastornos mejora el pronóstico de los niños a los que le sucede. Igual que el código ictus está implantado en todo el territorio nacional para asistencia de adultos, ya desde hace unos años diversas comunidades autónomas han desarrollado también protocolos para llevar a cabo esa asistencia, que es mucho menor en volumen pero que redunda en un beneficio importante para los niños. Porque si esto es muy infrecuente, no se está preparado, no se está concienciado, se diagnostica tarde, se trata peor y hay más secuelas. Estamos concienciando a nivel sanitario a la población y nos estamos organizando para que el niño tenga el mismo derecho a recibir una asistencia urgente, rápida y de calidad, un código ictus pediátrico siguiendo la estela del que se hace en adultos. Y se está consiguiendo porque ya hay varias comunidades que ya lo tienen implantado. Por supuesto, no todos los hospitales lo pueden tener, pero hay una red de derivación del niño de unos hospitales a otros y por supuesto que la casuística es mucho más reducida que la que tiene la asistencia en adultos.
—En adultos, existen unos factores de riesgo y hábitos de prevención.
—Sí, pero en niños las causas son diferentes. No es tanto la alteración del vaso crónica, como pueden ser unas arterias lesionadas por haber fumado, por la tensión alta mantenida, por una diabetes… Sino que hay veces en las que las arterias de los niños se pueden dañar transitoriamente después de una infección y es algo transitorio, no una condición crónica. También puede ser que tengan una alteración del corazón con la que hayan nacido y que haga que salga un pequeño trombo en el corazón y se mande a distancia, un émbolo. Eso es difícil prevenirlo. Ahí la prevención primaria antes de que suceda el evento es mucho más complicada que en adultos. Se puede hacer prevención secundaria, pero los factores de riesgo en el sentido de estilo de vida o algo que sea corregible es más difícil de identificar. También sabemos menos de la etiopatogenia del ictus en la infancia respecto a la del ictus en edades posteriores.
—¿Cuál es el pronóstico de un niño que sufre un ictus?
—Al final después de un ictus, cuando se activa el código ictus, se valora si se puede poner un tratamiento urgente similar al que se pone en adultos. Si se puede hacer una fibrinolisis intravenosa, trombectomía, y a lo mejor eso restituye la circulación y no queda ningún problema ni secuela, siendo exitoso el procedimiento. Si no es así, si no se puede hacer o los plazos temporales no se cumplen, puede quedar una secuela que puede ser en la esfera motora, en el lenguaje —dependiendo de la edad del niño— o de la coordinación. Y ahí es donde entra la fase de rehabilitación y esa es muy variable porque cada niño responde de una forma.
Sí que es cierto que la plasticidad neuronal que tiene el niño no se tiene a edades posteriores y que muchas veces la recuperación es más agradecida que lo que se pueda ver en adultos que hayan sufrido un ictus. Pero aun así, puede quedar una secuela. Pueden ser de movimiento, para toda la vida. Pero también que el cuerpo del niño va creciendo y eso puede modificar el crecimiento. La cicatriz que ha quedado en ese cerebro por haber tenido un ictus puede generar en el tiempo la posibilidad de que aparezcan crisis epilépticas.
El futuro de estos niños es seguimiento por parte del neurólogo. Se puede plantear un tratamiento preventivo si se conoce la causa, para evitar que vuelva haber un evento similar. Luego, seguirlo en conjunción con rehabilitación para optimizar el futuro y, si quedan secuelas, minimizarlas al máximo.