En 1939 publicó el escritor norteamericano John Steinbeck la que habría ser su obra más celebrada por el público: Las uvas de la ira. Llevada al año siguiente a la pantalla por John Ford, que convertiría la historia en una película llena fuerza y de lirismo, La uvas de la ira, con la que Steinbeck obtendría el Premio Pulitzer, narraba la historia de una familia de granjeros que, como otras muchas tras el crac de 1929, tenía que dejar sus áridas tierras de Oklahoma para, tras un largo y penoso viaje, tratar de llegar a la tierra prometida (California) en busca de un futuro mejor para sus vidas.
Recodar tal argumento para encabezar esta columna, que se refiere a otras uvas y a otra ira, no es un ejercicio de vana erudición. Y es que, como en la época en que se desarrolla la gran novela de Steinbeck y la maravillosa película de Ford (quizá la primera road movie de la historia), también nuestro país atraviesa desde hace varios años una dura crisis económica que ha puesto a muchas familias al borde del desastre.
Todos lo sabemos, salvo algunos responsables públicos que, en un acto de soberana irresponsabilidad, han decidido actuar como si la crisis fuera cosa de los otros: el último episodio conocido de esa política de los avestruces, hecha con el dinero de los contribuyentes, es el de la vergonzosa cantidad pagada a Anne Igartiburu y José Mota por dar en televisión las doce campanadas. «A cinco mil euros por uva», según titulaba ayer Yolanda Veiga la noticia en que informaba de la historia a los lectores de La Voz.
Y es que el cómico y la presentadora cobraron 30.000 euros por barba (diez millones de las antiguas pesetas en conjunto) por actuar en una televisión que, como no emite publicidad, no tiene por qué competir por el público a golpe de chequera. Las uvas más caras del mundo, por lo tanto, las de la pasada Nochevieja.
¿Y la ira? La ira es la de todos los que vemos, cabreados, pero impotentes, cómo se tira con un dinero que sale de nuestro bolsillo, cuando pagamos el IRPF o cuando compramos gasolina, un libro o un helado. La ira es la de los ancianos que siguen esperando a que les llegué el prometido maná de una prestación de dependencia. La ira es la de los parados, que dejan de cobrar, porque se acaba, el seguro de desempleo con el que alimentan a sus hijos. Y la ira es la de los jóvenes que tendrán mas difícil encontrar empleo porque el Gobierno ha decidido paralizar la oferta pública de empleo para ahorrar.
No ofenderé la inteligencia del lector con la estúpida demagogia de que reduciendo los emolumentos que se abonan a quienes dan las campanadas íbamos a tener dinero para pagar la dependencia, el desempleo o la oferta de trabajo que hace el sector público.
No se trata de eso, sino de otra cosa, que solemos llamar decencia y ejemplaridad, y que consiste en que los mismos que nos exigen los esfuerzos no pueden ser los que tiren con la pasta. Porque tirar con ella en tantas fiestas y saraos en un momento en que se restringe en tantas cosas necesarias constituye un escándalo que quienes ponemos el dinero no nos merecemos. Ni para comernos unas uvas que, de haber sabido lo que iban a costarnos, se nos hubieran atragantado a la segunda campanada.