Silicon Valley. Febrero del 2011. Obama departe con los genios que han colonizado el mundo desde sus atalayas digitales. Y en la conversación asoma el hecho de que Apple, antes orgullosa de su «made in the USA», ahora produce fuera de Estados Unidos la mayoría de sus dispositivos. «¿Por qué no podemos recuperar esos puestos de trabajo?», pregunta Obama. «Esos empleos jamás regresarán», responde Steve Jobs. Al periódico The New York Times le basta con esas dos frases para explicar lo que sucede en el mundo. Apunta que en las palabras de Jobs, casi un epitafio, va implícito el bajo coste que supone contratar en China. Pero hay más. Flexibilidad. Diligencia. Y el periódico cita un caso real. Un rediseño de una pantalla de iPhone en el último minuto se resolvió levantando de sus camas a 8.000 obreros de una fábrica china que, en media hora, sin más incentivos que una galleta y una taza de té, comenzaron a trabajar hasta alcanzar un ritmo de 10.000 unidades diarias. The New York Times recuerda que, gracias a este sistema del todo es posible, Apple obtuvo el último año un beneficio de 400.000 dólares por empleado. Más que los señores que mueven los hilos (Goldman Sachs). Más que el corazón que bombea oro negro (Exxon Mobil). Más que la piedra filosofal (Google).
La flexibilidad y la diligencia van por barrios en la globalización. Era más barato (y eficiente) para el consumidor europeo comprar un iPhone en Estados Unidos y pagar en dólares. Pero la flexibilidad no gustó. Y pusieron trabas, como la obligatoriedad de suscribir contratos telefónicos. Queda el consuelo de que alguien estará disfrutando de su galleta y su té.