Mahoma, en sus últimos días, ya enfermo, le pidió a su suegro, Abu Bakr, que liderase el rezo. Eran viejos amigos. Uno de sus primeros seguidores. Aunque su nombre de pila era Abd Al-lah (siervo de Dios) ya todos lo conocían como «aquel con el que Dios está complacido», Abu Bakr. Su ascendencia social ya era en esos momentos muy elevada. Por eso, a pocos les sorprendió que a la muerte de Mahoma fuera elegido como el gran líder, el I Califa de Oriente. Nacía con él la lectura sunnita del islam. Aquellos jefes tribales que le votaron sabían que estaban discriminando al yerno y primo de Mahoma, Alí. Su lectura del islam la sentían como una amenaza. Él deseaba ser el heredero y algo más, ansiaba ser un líder político-religioso, tal y como había sido su primo. Dos versiones del islam, dos lecturas contrapuestas. En una, la religión acompaña al Estado (Arabia), tal y como ocurrió en Europa hasta hace unas décadas, y en la otra, la religión es el Estado (Irán). Dos lecturas que tienen a sus espaldas siglos de guerras, crímenes y conspiraciones. Odio secular.
Nada más alejado a mi interés hacer un artículo histórico en un suplemento económico, pero es francamente complicado entender Oriente Próximo si no se comprende lo que es el sunismo y el chiismo (seguidores de Alí). Los primeros, observan a Arabia Saudí como su epicentro. Si además son árabes (hablan la lengua árabe), entienden que es su gran potencia económico-militar. Los segundos, muy escasos, se concentran esencialmente en el sur de Irak, Irán y en Siria. La mayoría son persas.
Arabia Saudí se creó en 1932 de la mano del líder del clan de los Saúd, Abdulaziz bin Saúd, la familia fuerte de Ryad. Desde su fallecimiento hasta ahora, todos los monarcas han sido hijos del fundador, bien de su primera esposa, o de la segunda, como es el caso actual. Mohamed Bin Salman (MBS), el actual príncipe heredero, cuando sea nombrado rey, habrá roto con una larga tradición. Cambiará los ejes dinásticos de su país. Y posiblemente, no solo los dinásticos, sino algunos más.
El chiismo no respeta a las monarquías del golfo. No les confiere ninguna representatividad. Un vestigio del pasado. Tampoco respeta a los Ulemas sunitas, guardianes celosos de las bases teológicas del islam. Si cruza el estrecho de Ormuz o traspasa las montañas de Yemen, la frontera sur de Arabia, el estado saudita sufrirá y no poco. Esta amenaza no se le escapa a Ryad, que necesita, a toda costa, cambios, y no para actualizar su estructura económica, que también, sino para satisfacer las necesidades de libertad de las capas más jóvenes del país (38 % menos de quince años, edad media, 22 años).
La salida a la bolsa de Ryad de la primera empresa del mundo, Aramco, la petrolera estatal, tiene un único fin: mantener la agenda modernizadora Visión 2030. La palanca de cambio para transformar a una potencia local en una internacional. Para convertirlo en el nudo de enlace de tres continentes: Europa, África y Asia.
La operación bursátil es faraónica. Ubicará a la petrolera en un valor aproximado de 1,5 billones de euros. Con lo que gana en un año podrían comprar el 100 % del Santander y con los beneficios de un mes adquirir la totalidad del imperio inmobiliario de Amancio Ortega. Pero evitemos el deslumbre de las grandes cifras. Detrás hay una simple realidad, un país de jóvenes gobernado con los usos y costumbres de hace un siglo. Un cuerpo social que, si mira al este, se encuentra a un chiismo disfrazado de modernidad antisistema, y al oeste, en Egipto, a los hermanos musulmanes. Aramco es la caja que permitirá transformar al país y no porque les guste tener 5G en el desierto, sino porque o se modernizan o los modernizan.