La polarización va a más en la política española, alcanzando ya unas cotas muy pocas veces vistas desde la Transición. Llega además, en ese modo tan extremado, en el peor momento, cuando todo indica que vienen meses de gran dificultad para la economía y el conjunto de la vida social. No hace falta ser un gran experto para darse cuenta que lo que menos necesita ahora la economía es un entorno de división radical y vociferante.
La necesidad de un mínimo común denominador para afrontar los arduos problemas que tenemos por delante resalta sobre todo en relación con la aprobación del presupuesto. Un asunto que no deja márgenes: hay que aprobarlo ya, de todas todas. Y ello por tres motivos principales. Primero, porque prorrogar por quinta vez consecutiva las cuentas públicas nos metería en un terreno que acaso solo cabría calificar de dadaísmo presupuestario. Segundo, la emergencia sanitaria y sus consecuencias han cambiado radicalmente las prioridades; para atenderlas es imprescindible contar con programas renovados, sobre todo en materia de inversión. Y tercero, un nuevo presupuesto es necesario también para acoger las líneas de intervención de los programas europeos. No vaya a ser que llegue el río de oro y lo dejemos ir por los desagües …porque podría beneficiar al rival político.
De momento, ese panorama no resulta tranquilizador, pues entre las estrategias en liza abundan las de alto riesgo o las abiertamente nihilistas: desde quien lo enfoca pensando en aprobar las cuentas por un par de votos de diferencia (de esos que están en duda hasta el último momento) hasta quien ve la oportunidad de «hacer que todo se hunda, que luego ya lo rescataremos nosotros». Una vez más se comprueba que los pulsos políticos son sin duda un aspecto central de la vida democrática, pero llevados al extremo, y en las peores circunstancias, se convierten en un peligro de primer orden para todos.
Sin embargo, para ver ejemplos de lo contrario -es decir, de otra forma de encarar la crisis, buscando los acuerdos y no el máximo grado de ruptura- no hay que ir muy lejos. Aquí mismo, en España, los grandes agentes sociales, patronal y sindicatos, se están comportando con una gran responsabilidad y han sido capaces de definir una ruta continuada de acuerdos que son una bendición para la economía. Comenzaron antes de la pandemia, en relación con los aumentos salariales y el salario mínimo. Y luego se han mantenido en torno a los ERTE y su continuidad (acuerdos de mayo y septiembre), el pacto por el empleo (julio) o las condiciones del teletrabajo (septiembre). Por cierto, habría que reconocer que sin el papel activo de la ministra Díaz la línea de concertación habría sido mucho más azarosa.
Hay en todo ello algo que pudiera parecer chocante, pues una cierta mala fama acompaña a este tipo de organizaciones: se las presenta como simples «buscadores de rentas», estructuras en gran medida parasitarias, especializadas en pelear por llevarse pedazos de la tarta (el crecimiento y la riqueza de un país), olvidándose por completo de su tamaño. De ese modo, su protagonismo haría que los esfuerzos sociales se concentraran en una redistribución permanente, lo que acaba por favorecer el estancamiento. Pero patronal y sindicatos son mucho más que eso: son instancias de mediación social de la máxima importancia, fundamentales para que sectores y grupos contrapuestos alcancen acuerdos. En los países en los que el capitalismo funciona mejor, como Suecia o Alemania, lo saben bien. Este año aciago de 2020 muchos lo están descubriendo también aquí.