A estas alturas parece evidente que el mundo pospandémico será en algunos aspectos bastante diferente del que conocíamos hace apenas un año. Las cicatrices dejadas sobre la piel de la economía y la sociedad por la gran crisis sanitaria marcarán probablemente el futuro al menos en el horizonte de una década. Pero en realidad, en la mayoría de los casos, lo que ha ocurrido durante estos meses no ha hecho sino intensificar tendencias profundas de cambio que ya estaban con nosotros, haciéndose cada vez más visibles en los últimos años. Entre ellas destacan la transición digital, la obligada descarbonización, la desigualdad rampante y un trasfondo de amargo malestar.
También, por supuesto, una inquietud y dudas crecientes sobre el futuro del trabajo. A lo largo de la última década ha ido apareciendo toda una corriente de investigación cuya principal conclusión es que la dinámica del cambio técnico va a provocar una profunda transformación en los mercados de trabajo de cara al horizonte de 2030. Es verdad que hay discrepancias importantes en la cuantificación de esos efectos, pero que millones de trabajadores en todo el mundo perderán sus empleos en los próximos años, y que muchísimos más se verán obligados a mudar de actividad, parece fuera de discusión.
Los confinamientos generalizados, más o menos intensos, han reforzado esas perspectivas: la multiplicación del comercio electrónico y el trabajo remoto serían las manifestaciones más claras de cambios que han venido para quedarse. Pues bien, un importante informe reciente de McKinsey Global Institute (The future of work after COVID-19) ha puesto cifras a esos cambios y cartografiado su proyección hacia el futuro. De él emerge un panorama azaroso y complejo sobre el que conviene que vayamos pensando, para ver cómo somos capaces de afrontarlo.
En el estudio se analizan la evolución de unas 800 ocupaciones en ocho países (entre ellos España), que suman el 62 % del PIB mundial. La experiencia de la crisis sanitaria muestra -afirma el estudio- que en las economías avanzadas una cuarta parte de los trabajadores pueden trabajar a distancia de tres a cinco días de la semana sin pérdida de productividad (entre 3 y 5 veces más que antes de la pandemia). El porcentaje es significativamente mayor para los puestos de trabajo mejor remunerados. Otro dato interesante se refiere al enorme crecimiento del comercio por Internet: en España, por ejemplo, se habría multiplicado por 4,7 en 2020.
Pero la principal conclusión es que la necesidad de cambiar de ocupación afecta ahora a un porcentaje muy superior de los trabajadores de lo que se creía antes de la pandemia: hasta un 25 % más en las economías avanzadas. Esa mutación sería mayor en países como Estados Unidos y Alemania; en España o Francia tendría un efecto más moderado. También es interesante ver la distribución de esos cambios, que afectarían de un modo mucho más acusado a las mujeres que a los hombres (hasta 3,9 veces más), a los inmigrantes y a los trabajadores sin formación universitaria. En general, en Europa y Estados Unidos serían los empleos de baja remuneración los que estarían en una situación de mayor riesgo, dado que la creación de empleo tenderá a concentrase en el 30 % superior de la escala salarial. No hacía falta que llegara un desastre como el de 2020 para que entendiéramos que eso de la automatización va en serio. Pero ahora no hay otra opción: dotar a los trabajadores de herramientas para su adaptabilidad, potenciar la formación continua y dotar con fondos y ambición a las políticas activas de empleo son tareas tan urgentes como imperiosas.