A lo largo de un período de tres lustros, que se inicia con el estallido de la burbuja financiera y que termina con la devastadora irrupción de la pandemia, España no ha equilibrado en ningún momento sus cuentas públicas. Es más, por término medio, el déficit público supera el 6 % anual. La continuidad del adverso contexto económico no solo se manifiesta en el PIB o el mercado de trabajo, sino en la necesidad de emprender cambios en el modelo que llevan ya mucho tiempo aplazándose
23 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.Cuando un dinamitero experimentado quiere maximizar el daño causado, distribuye el explosivo en dos paquetes. Uno, con un cuarto de la cantidad disponible y el resto en un segundo bulto. Hace explotar el segundo inmediatamente después del primero, para que se aproveche de la onda expansiva ya generada. En cierta medida, es lo que nos está pasando. No repuestos totalmente de la crisis de 2008, entramos de hoz y coz en una segunda crisis mucho más agresiva y generalizada que la primera. Veamos.
El gráfico adjunto resume claramente la situación en la que estamos. La producción generada en el 2008 solo se vuelve a recuperar en 2017 (casi una década después) creciendo un 6 % desde ahí hasta 2019. Lamentablemente con el nivel de empleo no ha ocurrido lo mismo. Entre 2008 y 2013 se pierden un 20 % de los puestos de trabajo y, desde ahí, se inicia una recuperación que llega a 2019 con un 5 % menos de los trabajadores que había en 2008. En el inicio de la pandemia actual habíamos recuperado ya el nivel de producción de 2008, pero no habíamos recuperado todavía el nivel de empleo. Y en esta situación, en 2020, la actividad económica se ralentiza por decreto de causa de fuerza muy mayor. El PIB español se desploma como nunca lo había hecho en época de paz y el empleo lo hace incluso todavía más.
Al contrario que en la crisis de 2008, estas pérdidas de empleo en 2020 no se transforman inmediatamente en incrementos en la desocupación (en la tasa de paro, por ejemplo) ya que se han diseñado mecanismos de acolchonamiento (financiados por el estado, vía ERTE, etc.). Aun así, el desempleo supera los 3,65 millones (un 16 % de los activos) y los trabajadores sometidos a un ERTE se acercan al millón. De tal manera que la tasa de paro, entre unos y otros, se situaría por encima del 20 %. En estas estamos.
Largo período
Pero los daños no acaban ahí. Una crisis tan larga -desde 2008 hasta, pongamos, 2023 -son 15 años consecutivos que han dejado la macroeconomía española muy dañada. Entramos en la crisis de 2008 con una deuda pública de 440.000 millones de euros, que representaba en aquel momento algo menos del 40 % del PIB. Años más tarde, entramos en la crisis de 2020 con una deuda que alcanzaba ya el billón de euros (un uno con doce ceros a su derecha) que representaba ya sobre el 100 % de nuestro PIB. Y las previsiones a 2023 es que esta deuda se acerque al 130 %. Y esta evolución tan abultada de la deuda tiene su origen en un déficit público que nos ha acompañado durante toda la crisis. Con ligeros superávits antes de 2008, el déficit público supera el 10 % del PIB en 2009 y vuelve a hacerlo en 2020. En estos 15 años de crisis, en ningún momento se han equilibrado las cuentas públicas. Es más, por término medio, el déficit público supera el 6 % anual desde 2008 a 2020 y, muy probablemente, lo hará también hasta 2023.
La continuidad
Lo que nos está mostrando el gráfico adjunto es que la crisis de la pandemia empalma directamente con la crisis financiera en una continuidad perversa. Desde 2008 vivimos en una situación de crisis permanente que va adoptando diversas formas: en una primera etapa financiera y, en esta segunda, sanitaria.
Esta continuidad resulta muy evidente, y no solo en los aspectos de las dinámicas del crecimiento del PIB, desempleo, deuda y déficit públicos, etc. Estos son los daños persistentes. La continuidad se manifiesta también en la necesidad permanente de unas reformas que hay que implementar en nuestra economía y que se están aplazando desde 2008 (quizás, algunas, desde mucho antes). España tiene que afrontar, urgentemente, una profunda reforma fiscal y una reforma del mercado de trabajo. Cuando menos. La reforma fiscal tiene que tener como objetivo el equilibrio en las cuentas públicas. Ello implica reformar tanto los ingresos como los gastos públicos y diseñar unas cuentas saneadas. Del lado de los ingresos no va a llegar con la nueva fiscalidad verde, con los nuevos impuestos a las puntocom, o con las tasas a las transacciones financieras. Va a haber que reformar el IVA, el impuesto sobre la renta (IRPF) y el impuesto de sociedades. La columna vertebral de la recaudación. Por el lado de los gastos, la reforma de las pensiones era ya urgente hace tiempo. Y el gasto sanitario es cada vez más delicado. El envejecimiento de la población y un hábitat cada vez más agresivo (cambio climático y pandemias) recomiendan una reflexión seria sobre la magnitud de este capítulo.
Reformas
En lo que se refiere al mercado de trabajo la reforma debe ir encaminada a reducir un nivel de desempleo que se ha convertido en endémico en España. Desde hace décadas. Y una temporalidad absolutamente excesiva, incluso teniendo en cuenta el carácter de servicios que tiene nuestra economía. La liberalización de este mercado era ya urgente antes de 2008. En definitiva, lo que tenemos que hacer lo tenemos claro desde hace ya tiempo. Lo sabemos de sobra. Son medidas ya conocidas y que cuentan con el respaldo de los organismos internacionales de los que España forma parte. Incluso la propia Comisión Europea lleva insistiendo en esto, en algunos casos, desde 1986. La pregunta básica es por qué estas reformas llevan empantanadas durante tanto tiempo. La respuesta -lo cantaba Bob Dylan- está soplando en el viento…
En una crisis tan larga como esta que estamos padeciendo tiene que haber, forzosamente, daños ocultos, efectos colaterales. Los daños ocultos irán apareciendo conforme vaya pasando el tiempo. Uno de ellos es cuando algunas empresas no puedan asumir los créditos avalados por el ICO para hacer frente a la pandemia, y sea el Estado quien tenga que cargar con su financiación, añadiendo déficit y deuda. Y con los trabajadores y su reciclaje profesional lo mismo. Esta crisis ha convertido en obsoletas algunas cualificaciones laborales, tanto por su naturaleza como por la edad de los trabajadores. Pero hay daños ocultos que ni siquiera son previsibles. Y algunos podrían estar agazapados en la Administración del estado. Es una sospecha.
Quisiera acabar con dos reflexiones. La primera es una anécdota. En una discusión en el Consejo Europeo se dirigen al presidente español diciéndole que tiene espacio suficiente para reducir el gasto público reformando la Administración del Estado, «y hasta tal punto esto es así, que ustedes necesitan oficinas especializadas en la intermediación entre la Administración y los ciudadanos». Se referían, obviamente, a la tupida red de gestorías, asesorías, etc. La segunda reflexión es de más calado. Tenemos que minimizar los daños persistentes, subsanar los transitorios y atender a los ocultos. En España hubo más de 3,5 millones de infectados y más de 100.000 muertos. Salir de una crisis tan larga, y por momentos tan profunda, requiere un nivel de consenso entre los distintos agentes económicos y sociales que --creo yo- no está a nuestro alcance. Sin consensos firmes no hay reformas permanentes. Y tal y como están las cosas, el consenso ni está ni se le espera. ¿Qué más hace falta? La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento…
Julio G. Sequeiros Tizón es Catedrático de Economía.