Destrucción creativa

MERCADOS

OLIVIER HOSLET

18 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Fue el economista austriaco Joseph Schumpeter quien en su famoso libro Capitalismo, socialismo y democracia, propuso el concepto de destrucción creativa, que para él era un fenómeno tan crucial como para considerarlo «el hecho esencial del capitalismo». Por explicarlo de la manera más simple -y el argumento de Schumpeter, como casi todo en su obra, era todo menos simple-, se trataría de un proceso en el que aquellas empresas y estructuras económicas que no son capaces de mantener una línea de constante innovación se eclipsan, para ser sustituidas por otras, vibrantes y transformadoras, aptas para adaptarse a las dinámicas cambiantes de los mercados.

En último término, no es más que lo nuevo (tecnologías de vanguardia, modelos de negocio rompedores) que surge sobre las cenizas de lo viejo. Una idea que suele aparecer con mucha fuerza durante las crisis económicas; a veces hasta ha sido usada, abusivamente, para exaltar el valor de las propias crisis como puntos de arranque de una necesaria regeneración. En términos generales, estaría en el mismo centro de la gran capacidad de adaptación y supervivencia del capitalismo. Sobre todo ello acaba de publicarse en castellano un libro de lectura recomendable: El poder de la destrucción creativa, de Philippe Aghion y sus colaboradores (Deusto).

Pues bien, no hace falta ser un entusiasta schumpeteriano para darse cuenta de que si hay un momento para la destrucción creativa es precisamente éste. Y ello debido a la conjunción de dos hechos de naturaleza absolutamente extraordinaria.Por un lado, la crisis sanitaria, con sus inéditos efectos de parada y nuevo arranque; por el camino, aunque los mecanismos compensadores de las políticas públicas hayan funcionado a pleno rendimiento, se ha producido una gran mortandad de empresas y actividades; no hace falta más que dar un paseo por cualquier ciudad española para comprobarlo. Pero vienen meses de gran agitación económica, con tasas de crecimiento muy elevadas, y las oportunidades para poner en marcha nuevos negocios, acaso diferentes a los desaparecidos, se harán cada vez más visibles.

La segunda razón de fondo es que, con o sin pandemia, nos enfrentamos a un conjunto de transformaciones estructurales de gran energía disruptiva, que con seguridad harán que la actividad económica o la naturaleza del empleo sean dentro de sólo diez años muy diferentes a las de ahora mismo. Hablamos, naturalmente, de la ya célebre doble transición, digital y verde, pero también de otros cambios: una globalización diferente, la renovación del contrato social. Muchas de esas mutaciones son inapelables: la revolución de los datos o la inteligencia artificial, por ejemplo, es algo seguro, que seguirá imponiéndose, independientemente de nuestra voluntad. Y en cuanto a los procesos de descarbonización, podrían demorarse (de hecho, acumulan un excesivo retraso), pero sabemos bien que su coste sería inasumible (en términos de daño para la vida, pero también en lo económico: según algunos informes, la inacción podría llevarse por delante más del 25 % del PIB mundial).

La combinación de los dos factores explica los grandes programas de inversión que los principales países están disponiendo en estos meses: el NextGeneration, en el caso europeo, y el macroprograma inversor del presidente Biden, en Estados Unidos. Responden a la misma idea: la necesidad de poner en marcha virtuosas líneas de interacción público-privada, para así avanzar hacia una metamorfosis de la producción y los mercados. Acaso lo que en mayor medida caracteriza a este momento histórico es la destrucción creativa a gran escala.