La revolución necesaria aún sin emprender

Guillermo A. Barral Varela

MERCADOS

MABEL RODRÍGUEZ

La educación, en general, y los años universitarios, en particular, son esenciales para un buen desempeño profesional en la empresa; mucho queda por hacer en este ámbito en el que se precisa una profunda reforma, eternamente pendiente

02 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Tema espinoso el que planteo, con múltiples aristas y consecuencias, pero acerca del que deberíamos todos, al menos en mi criterio, coincidir en algo: la educación, en general, y la formación universitaria, en particular, son pilares que tendrían que facilitar un buen desempeño profesional; por ello me parece importante compartir en estas líneas con ustedes algunas reflexiones; que nadie se alarme, no me olvido de la formación profesional (nuestra querida FP, antes denostada y ahora alabada), pero tiempo y espacio son limitados como cualquier recurso escaso y la FP merece su particular análisis por lo que hoy me centraré en la evidente conexión (quizás más acertado sería decir desconexión) entre la formación universitaria en España y el mundo empresarial o profesional.

Lo primero, cuidado con las falacias y entre ellas la más repetida y escuchada: «En la universidad se estudia mucha teoría»; se trata de una verdad a medias, y por ello peor que una mentira. No, no es que en nuestras universidades se enseñe mucha teoría, sino que con frecuencia la que se enseña se encuentra desconectada de la realidad que los alumnos se van a encontrar al desembarcar en la empresa. El problema no es tanto que se enseñe «teoría», sino que la misma pueda tener, digámoslo de esta manera, un fundamento práctico, una aplicación real en la vida profesional.

Una universidad exclusiva o principalmente basada en el learning by doing puede parecer muy atractiva, pero en mi opinión constituye una utopía: no cabe duda de que ir ensayando, simulando situaciones a las que uno pueda tener que enfrentarse en el mundo profesional al que desea incorporarse debe constituir una parte importante de su formación universitaria, pero ni mucho menos la única, entre otras cuestiones porque para resolver determinados problemas (casi todos) se precisan recursos técnicos que demandan una previa formación teórica.

Si yo ayudase a un veterinario en su día a día, con probabilidad aprendería a realizar incisiones, a suturar, a hacer curas; sin embargo, más complejo me resultaría sin una adecuada formación teórica diagnosticar alguna enfermedad en un animal (muchas dolencias tienen síntomas parecidos) o saber que si un gato padece una insuficiencia renal crónica debe prestarse especial atención a su dieta, y que esta tiene que ser baja en fósforo y que debe acudir a consulta con cierta frecuencia para su revisión.

¿Se imaginan a un abogado que no conociese la teoría general de los contratos o los principios generales del Derecho representándolo a ustedes ante un supuesto de incumplimiento contractual? Yo prefiero ni pensarlo.

Las falacias

El discurso de que la universidad debe ser práctica es acertado solo si se entiende que la praxis debe complementar a la teoría y que en consecuencia los fundamentos teóricos de los planes de estudios deben de tener una aplicabilidad real. En definitiva, la universidad debería ser un reflejo de la conocida frase que se atribuye a Lewin, de modo que todos pudiésemos constatar que «no hay nada más práctico que una buena teoría».

Segunda idea: las prácticas en la universidad no deberían consistir en «casos de laboratorio», sino en supuestos reales o cercanos a la realidad en los que el alumno se enfrentase a situaciones en las que por una parte hubiese de poner en juego sus conocimientos teóricos y por otra sus habilidades. La vida real, al final, no deja de ser eso: cuando en una empresa afrontamos como profesionales un problema solemos tener que emplear estas dos herramientas en distinta proporción.

Si un cliente me reclama formalmente por un pedido defectuoso y me anticipa una futura demanda, tendré mucho que analizar y no necesariamente por este orden. Por ejemplo, si los hechos ocurrieron como el cliente los cuenta; si desde un punto de vista jurídico tiene o no razón; si a pesar de no tenerla desde una perspectiva legal, su trayectoria como cliente o incluso su rentabilidad aconsejan buscar una solución alternativa; el coste de una demanda y el de otra solución, los valores de mi empresa, etc. Sé que el tiempo y los recursos de los que se dispone en la universidad son limitados y por supuesto tengan presente que no puedo particularizar por «carreras» (no ocurre lo mismo en Empresariales, Derecho o Psicología que lo que pueda suceder en Odontología) pero mi sensación sigue siendo que en algunas disciplinas la problemática práctica que se plantea es demasiado prefabricada, artificial, pese a haber avanzado notablemente respecto a épocas pasadas.

Las dos ideas anteriores me parecen esenciales y deseables para un buen aprovechamiento universitario: una teoría práctica y una práctica poco teórica y en ambos aspectos existen reformas por emprender; ahora bien, la formación continua es una carrera de fondo (en realidad nunca termina) y la universidad es una etapa para la cual deberíamos tener una sólida preparación previa; es decir, en el colegio se deberían obtener los mimbres con los que con posterioridad completar nuestro cesto en la formación superior, de ahí la necesidad también de reformar la educación en sus etapas iniciales.

Etapas iniciales

Los aspectos que precisan de revisión en primaria, ESO y bachillerato (o cualquiera que sea la denominación de estas etapas en el futuro) darían para un tratado, pero una de las claves la constituye la solidez de los docentes; se necesitan profesores honrados, dedicados, rigurosos y exigentes que sepan transmitir a sus alumnos conocimientos, valores y recursos en su proceso de madurez intelectual y personal; qué complicado lo tienen y qué poco reconocido es su trabajo en muchas ocasiones, ahora que, como con el «príncipe destronado» de Miguel Delibes, se pretende por muchos ignorantes que el alumno sea el rey y el profesor. Se trata de una figura a menudo cuestionada; esta aproximación, más bien esta moda, habría de revisarse con rigor).

Hacen falta muchos más profesores como Paco Crespo (responsable de que a un abogado de corazón como yo le encanten las matemáticas), Jaitos (la física no ha dejado de interesarme nunca) o Miguel Osende (decisivo para que mi nivel de inglés me haya abierto profesionalmente muchas puertas). Tengan en cuenta que la labor docente resulta de vital importancia en la universidad, y poca duda albergo sobre ello, pero en las etapas iniciales de nuestra educación (hasta terminar bachillerato) se torna esencial, pues hay personas que por una u otra razón no cursan estudios universitarios y no por esto deben verse privadas de una preparación y de una cultura sólidas que le brinden la oportunidad de un futuro laboral.

Podría y querría seguir, pero no acabaría; con las anteriores reflexiones solo pretendo apoyar la idea de quienes siguen reclamando una profunda reforma en la educación, en general, y en la etapa universitaria, en particular. Una reforma de verdad, no de «discurso», de impostura, de «postureo»; necesitamos un cambio que tendría que cubrir muchos aspectos de los que solo me he centrado en dos que considero esenciales: la revisión de los planes de estudios (de la «teoría» a impartir) y el replanteamiento, en algunas disciplinas, de las «prácticas». Eso y agradecer a los docentes su labor. Se queda en el tintero la formación del profesorado, la burocratización progresiva que ha sufrido la universidad, la bondad o maldad que ha supuesto el Plan Bolonia a la luz de la experiencia; el papel de los padres en la educación, el empleo perverso de esta en el discurso de los políticos y tantas otras cosas, pero el revisar las comentadas en estas líneas nos permitiría iniciar una reforma eternamente pendiente sin empezar la casa por el tejado. Feliz año.

Guillermo A. Barral Varela. Abogado de Abanca. Mediador civil, mercantil y familiar en Asemed.