Luciano Benetton, el César del color se queda blanco

MERCADOS

abraldes

10 jun 2024 . Actualizado a las 15:10 h.

Dejó la empresa de sus amores en el 2008. Sobre la mesa del sucesor: 155 millones de euros en activos y una facturación de 2.000 millones al año. Traspasada la frontera de los 70, iba siendo hora ya de disfrutar de un merecido descanso. Pero las cosas no siempre salen como uno quiere. Andaban las aguas revueltas en la compañía y en el 2017 hubo de regresar. Aparcó sus viajes por todo el mundo y dejó de dar rienda suelta a su pasión por el arte y la arquitectura para remangarse otra vez y sacar del atolladero a la empresa. No por dinero, que de eso hace ya tiempo que va servido. Sino porque ver así a la niña de sus ojos le generaba «un dolor intolerable». Y eso que hace ya mucho que dejó de ser el sostén principal de los negocios de la familia, firmemente anclados a las infraestructuras de aeropuertos y autopistas y al ladrillo. Por no hablar de que son dueños de media Patagonia argentina.

Desde su vuelta había puesto Luciano Benetton (Ponzano, Treviso, 1935) todo su empeño en devolverle la vida a los vibrantes colores —hoy de lo más desvaído— que hicieron de la firma una de las grandes de la moda en los noventa.

No ha podido ser. Y, para sorpresa de todos, se va otra vez. De nuevo con un gran dolor. El que inflige la traición. Han descubierto los Benetton un agujero —imposible de zurcir— en las cuentas de la compañía. «Confié y me equivoqué. Me traicionaron en el verdadero sentido de la palabra. Hace unos meses entendí que algo andaba mal. Las cuentas no cuadraban. La fotografía del grupo que la alta dirección nos repetía en los consejos de administración no era real», explicaba hace unos días un decepcionado Luciano en el Corriere della Sera. El supuesto traidor: Massimo Renon, consejero delegado de la empresa y hombre de confianza de la familia. A los mandos han dejado ahora los Benetton a Alessandro, el hijo de Luciano.

A él le ha encomendado el clan la ardua tarea de devolverle el lustre de antaño a la empresa que tiñó el mundo de colores y sacudió las conciencias con anuncios provocativos que dinamitaban tópicos (una monja y un cura besándose, una mujer negra amamantando a un bebé blanco...), indignaban a muchos y, sobre todo, acaparaban titulares. Detrás de aquella publicidad revolucionaria, el ojo del fotógrafo italiano Oliviero Toscani. Una relación esa, la de Toscani y Benetton, que duró décadas, pero que no acabó del todo bien. Pero, esa es otra historia.

Y todo empezó con un jersey amarillo chillón. El que le tejió su hermana y que encandiló a los compañeros de trabajo de Luciano, por aquel entonces dependiente en una pequeña tienda de moda de su Treviso natal. Se le encendió la bombilla: aquellos colores podían darle vida al gris de la posguerra; y a él y a sus hermanos, la posibilidad de dejar atrás una vida de duros sacrificios. Huérfano de padre, Luciano hubo de desterrar pronto el sueño de convertirse en médico. A los 14 años tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar para ayudar a su madre a mantener a flote la maltrecha economía familiar. Su primer trabajo: ayudante de sastre.

No andaba equivocado. Con 35.000 liras que tenían ahorradas compraron su primera máquina de tejer, y aquellos jerséis empezaron a venderse como rosquillas. En 1964 abrieron su primera tienda, y en 1965, los hermanos (Luciano, Giuliana, Gilberto y Carlo) fundaron Benetton. En los ochenta y los noventa conquistaron los armarios de medio mundo. Su mayor error, como ha reconocido el propio Luciano en más de una ocasión, fue dejar de lado su buque insignia: los jerséis de colores vibrantes. Se quedaron trasnochados. De aquellos lodos, estos grises.

.