La Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento que se desarrolla en Madrid tenía que celebrarse en Galicia. Por ejemplo, en Lugo o en Ourense, que para eso padecen unos índices de envejecimiento que comienzan a hacerse insoportables. Pero aún desde Madrid nos avisan que antes de cincuenta años, dentro de nada, nuestra comunidad será la que tenga el mayor número de jubilados del planeta. La iniciativa de Naciones Unidas de reunir a cinco mil expertos de 160 países para tratar de consensuar un plan que aporte soluciones al panorama que se nos avecina, nos demuestra bien a las claras que comenzamos a tener sensibilidad por lo que hasta hace poco no era más que un problema que no iba con la mayoría de los mortales. Enrique Jardiel Poncela dijo que «la juventud es petulante y la vejez es humilde. Sin embargo 20 años los tiene cualquiera y lo difícil es tener 108». Poncela, que tenía razón y dedicó brillantes páginas a lo que hemos dado en llamar el otoño de la vida, decía también que «siempre da mucha pereza morirse». Depende. Porque la situación de gran parte de nuestros mayores llega a ser tan de miseria, abandono y desamparo, que poco les importa que finalice cuanto antes. Es evidente que el problema del envejecimiento de la población, además de que supone un cambio estructural y un extraordinario reto político, debe abordarse con medidas laborales, fiscales, culturales, sanitarias, sociales y asistenciales. Todas son necesarias. Pero, sobre todo, comenzará a solucionarse cuando dejemos de ver a nuestros mayores con compasión. Con lástima. Y hasta con resignación. Hace tiempo que debíamos que haberlo atajado de forma decidida y valiente. Sin la presión de las catastróficas previsiones que nos vaticinan que a la vuelta de la esquina habrá 2.000 millones de personas con más de 65 años y que nuestro país será el más envejecido del mundo. El problema de los mayores lo solucionaremos el día que dejemos de sentirnos orgullosos de llevarlos al cementerio en Rolls-Royce.