El caso Watergate marca un antes y un después en la historia del periodismo moderno. El hecho insólito de que un diario, el Washington Post, tuviera la fuerza y el aguante para enfrentarse al todopoderoso presidente Nixon hasta producir su dimisión, es un acontecimiento que ha influido de manera decisiva en la actitud de los profesionales del periodismo en su responsabilidad como garantes de la libertad de expresión. A partir de aquel momento, los periodistas del mundo libre han pretendido emular a los ya legendarios C. Bernstein y R. Woodward, intentando, con más o menos fortuna, buscarle las vueltas a los políticos que tenían más a mano. Hasta el más inexperto periodista se ha empeñado en cargarse al alcalde de su pueblo, y se ha creído ¿o le han hecho creer¿ que el llamado cuarto poder es un poder omnímodo. Indudablemente, el periodismo moderno ha ganado en calidad técnica y, refiriéndonos a España, ha ganado, sobre todo, en libertad. Sin embargo, quizás haya perdido emoción por las cosas de la vida cotidiana, por aquello que el periodismo clásico llamaba el valor sustantivo de la noticia. En estos tiempos no sería posible la preciosa anécdota de aquel alevín de periodista en prácticas, que fue enviado a París en un viaje rutinario, sin interés informativo, y que, al encontrarse en los Campos Elíseos, sintió la emocionada necesidad de enviar una crónica, que iniciaba con la siguiente frase: «París es indescriptible. Pasemos a describirlo...» Ese espontáneo impulso de trasladar emociones no se enseña hoy en las facultades de Periodismo ni tampoco se trasmite en las redacciones. Ahora ya no vale como noticia que un niño muerda a un perro. Depende de quienes sean los padres del niño; si son conocidos o no; si son famosos en la prensa del corazón o como políticos... Si no reúnen alguna de esas o similares condiciones alguno de los progenitores de la criatura mordedora de perros, será ignorado como noticia. Salvo que el perro reúna condiciones parecidas de notoriedad otorgada por sus amos, en cuyo caso, el perro sería el sujeto de la noticia, como víctima de un niño depredador. Hace unos días, José Antonio Camacho ha puesto a caer de un burro a los periodistas deportivos que están en Corea marcando informativamente a la selección nacional de fútbol. Les ha dicho que no entienden de fútbol porque en su vida han dado una patada a un balón. Camacho, fiel a la finura de su estilo, ha querido dejar clara su intimidatoria opinión de que para opinar de fútbol no hace falta la cabeza, sino los pies. Por su parte, los periodistas aludidos han reaccionado contra las «patadas» del seleccionador reivindicando su derecho a opinar y el respeto que merecen sus conocimientos tácticos. Como no podría ser de otra manera, no le conceden al inefable seleccionador la patente de corso para tener la exclusiva de la opinión, porque se sienten tan capacitados seleccionadores como el titular del cargo, a quien, le pagan, entre otras responsabilidades, para aguantar las opiniones de los demás. En el fondo de esta controversia está el deseo de protagonismo de unos y otros, obviando a los verdaderos protagonistas: los que tienen que marcar los goles o evitar que se los metan. Lo curioso de este «matrimonio mal avenido» entre periodistas deportivos y las gentes del fútbol es que éstos también aspiran a ser comentaristas... Esta anécdota de Camacho es semejante a cualquier otro episodio de la vida pública de presunto interés informativo. Entre los personajes y los periodistas existe una complicidad que les obliga a soportarse, porque ambas partes se necesitan. Tanto los actores del poder que tienen la capacidad de decidir o de influir en el curso de las cosas importantes, como ese otro poder con facultades para condenar al olvido a quienes viven de la notoriedad, son parte de una trama de complicidades que tiene su lugar de encuentro común en los respectivos ombligos de los actores. A ésto se les llama fulanismo que, por supuesto, tiene poco que ver con el periodismo serio. Compare el lector ciertos periódicos o revistas editados en Madrid con La Voz de Galicia y entenderán la metáfora.