MI GENERACIÓN es emocionalmente apátrida, nunca ha tenido la sensación de vivir en una tierra predestinada para una misión histórica. En los cincuenta y sesenta no teníamos referentes o modelos heroicos interiores. Galicia presentaba la cara entrañable de la gente cotidiana, pero su designio era sufriente y estacionario, sin designios míticos. España era la patria escolar por excelencia, pero una patria provinciana, sin carisma ni emoción, dirigida por gentes envaradas, del frío blanco y negro del No-Do , cuyo líder venía a La Coruña a cenar con la gente bien del Náutico, blindado por una escolta motorizada y en la parte invisible de un Rolls Royce que decían le había regalado un tipo histérico y ridículo llamado Hitler; que por cierto era el malo de las películas que nos gustaban. Pero ya estábamos haciéndonos con otra patria interior, la que nos llegaba en los cines de barrio donde aparecía una gente que no tenía nada que ver con la nuestra. Eran los americanos de verdad, no los de Berlanga. Allí estaba el bien y el mal, la amistad y el odio, la fuerza de la libertad, la alegría de vivir, el sentido del amor, la estética de los comportamientos, y la sensación de pertenecer a un mundo que comparte una misión y un destino, lo que convertía en todo un trauma la salida del cine. Era volver a la mísera realidad cotidiana. Hubiéramos querido pertenecer a aquella patria y no a la que nos había tocado en mala suerte. Con los años quisimos hacer de la nuestra una verdadera patria, y miramos hacia fuera para saber cómo podríamos hacerlo. América ya no servía de modelo. Se había vuelto imperialista. John Wayne había degenerado en un boina verde exterminador de pobres campesinos vietnamitas; los emprendedores se mutaron en detestables oligarcas de las multinacionales y los Kennedy resultaron una manipulación. Sólo quedaba Europa, aunque ningún país individual colmase nuestras verdaderas ansias. Al contrario de América, que era una fábrica de sueños, Europa nos parecía una fábrica de ideas. La Ilustración, la alta cultura, la ciencia, la historia y la solidaridad con todos los pueblos. Todo estaba allí. Con esos mimbres podríamos hacer nuestra nueva patria. Galicia podía ser un equivalente de patria próxima dentro de una regenerada madre patria española, que sería el buque insignia de la nueva ilusión. Pero la Transición primero y el Felipismo después la abocaron al desencanto. Y fueron apareciendo males mayores y vilezas impensables. Y cuando pudimos saber más, desvelamos las mentiras de Europa y nos abrimos a otras referencias. Con la edad descubrimos la solvencia profesional anglosajona y que había otras Américas distintas a las del cine, las de la ciencia económica, las del pensamiento y la generosidad científica y cultural que se abre al mundo. Ahora todo es más complejo y llegar a una sola certeza requiere un paciente esfuerzo. Cara adentro todo es más fácil, hay poca seriedad, mucha picaresca y sólo queda la procura del mal menor. Analizando las alternativas vemos que todo es empeorable y que no hay que ser maximalistas. La madurez es aceptar el malestar en la cultura, decía Freud. Aunque, como León Felipe, nos lamentamos de no poder contar otras hazañas de las derrotas del tiempo. Pero aún así no perderemos la esperanza de que algún día, la nuestra sea una auténtica patria.