SE COMPRENDE la irritación de los trabajadores de Izar. Primero, porque a estas horas ninguno sabe si tendrá empleo dentro de unas semanas. Y segundo, por las contradicciones políticas que no hacen otra cosa que aumentar su incertidumbre. Empezando, lamento decirlo, por el señor presidente del Gobierno. Rodríguez Zapatero dijo el domingo en Bilbao que su equipo iba a ser «el Gobierno que salvará los astilleros». El compromiso era trascendente, porque en ese equipo están los señores Solbes y Montilla y los miembros de la SEPI: todas esas autoridades juntas (o separadas) venían diciendo lo contrario. Quizá por esa razón, para que nadie le acusara de desautorizarles, el señor Zapatero tuvo que replegar. No habían pasado 24 horas, cuando rebajó seriamente su anuncio y lo dejó en mantener «el máximo de la actividad productiva». Siempre nos quedará la duda de si el presidente habló así en Bilbao por la presión del comité de empresa de la Naval de Sestao, por la manifestación con que fue recibido, o por los acuerdos con el líder nacionalista Josu Jon Imaz. En todo caso, ahora el presidente tiene la responsabilidad de haber creado unas ilusiones que hoy se van a desvanecer en las negociaciones que comienzan. ¿Qué digo? Llegan ya desvanecidas, como se ha visto en las protestas de ayer. El futuro es hoy tan incierto como antes de hablar Zapatero. La «razón europea» no permite ningún optimismo: no puede haber más astilleros públicos que los militares. El Estado no puede subvencionar las pérdidas, salvo que quiera provocar nuevas sanciones de Bruselas. Es difícil encontrar inversores privados que quieran invertir en Izar, dadas sus cuentas de resultados. La viabilidad de la empresa es técnicamente oscura. Tan oscura, que la palabra «quiebra» es una amenaza tan seria como la partición en dos divisiones. Esa es la realidad fría. La helada realidad. Y, sin embargo, algo dice que esto no puede terminar así. Ese mismo Estado tiene una deuda moral con los trabajadores de Izar. Los administradores de sus intereses, que han sido los gobiernos, han actuado con miopía. No supieron ver la evolución de la construcción naval. No supieron crear una industria especializada. No supieron encauzar las factorías hacia producciones que pudieran resultar competitivas frente a los precios de los países asiáticos. Se instalaron en la comodidad de no hacer nada, de no pensar y de cubrir su impericia con los fáciles fondos del Presupuesto. Y ahora ¿quién lo paga? No quiero hacer demagogia, pero, como siempre, lo paga el trabajador. Ahí sí que tenemos derecho a esperar algo: que el señor Zapatero no reduzca también su compromiso de que «ningún trabajador será abandonado». Es lo menos.