LA TENSIÓN nacionalista había situado su epicentro en Cataluña, como consecuencia del Tripartito y las «maragalladas». De pronto, el País Vasco despertó. Y lo hizo como si estuviera en una competición a ver quién orina más lejos. ¿Que Cataluña quiere ser una nación? Pues Ibarretxe relanza su plan soberanista. ¿Que Cataluña busca el máximo consenso posible para redactar su Estatut? Pues Euskadi apela al voto ciudadano directo: en referéndum o en unas elecciones convertidas en plebiscito. ¿Que Cataluña inspira una reforma constitucional? Pues Josu Jon Imaz le pone condiciones. Por si esto fuera poco, la decaída ETA decide no quedarse fuera de la subasta de propuestas. Moderniza su sistema de comunicación, hace un vídeo, defiende la lucha armada y pone también su condición para abandonar las armas: que se reconozca el derecho de autodeterminación de Euskal Herría. Aunque la banda descalifica el Plan Ibarretxe, en la práctica envía el mismo mensaje que Imaz en la campa: los nacionalistas no aceptarán la Constitución si no reconoce al pueblo vasco el derecho a decidir por sí mismo su futuro nacional. Todo tiene explicación: ETA necesita recuperar presencia, pues mucha gente piensa que está a punto desaparecer. Y lo hace de forma previsible, con su lenguaje y sus amenazas de siempre. Más inquietante es el papel de Imaz e Ibarretxe: además de marcarse el mismo objetivo que ETA, lanzan sus propuestas políticas con clara intención de desconocer y vulnerar la legalidad vigente, tanto en lo que se refiere a la reforma del Estatuto como al anuncio de convocatoria de un referéndum ilegal. Si al final consiguen la mayoría absoluta que reclaman, ¿qué margen le dejan al Estado de Derecho? Hoy por hoy no invitan a un ejercicio democrático. Invitan a una sublevación del pueblo vasco, aunque pongan las urnas por delante. Así de entretenido nos ponen el panorama. Aznar y Rajoy ya puede sacar pecho y azuzar al presidente del Gobierno, recordándole aquello de «yo no abriría ese melón». La realidad nacionalista no está hecha para talantes. Está hecha para cerrar puertas a los ejercicios de buena voluntad. Rodríguez Zapatero tuvo el gesto de abrir los despachos de Moncloa al señor Imaz. Cambió de estilo político para comenzar a andar por sendas de entendimiento, y este fin de semana hemos visto que no sirvió para nada. El nacionalismo no se ha movido de su sitio. Al revés: ya dice que no aceptará ninguna Constitución española. Escribo «ninguna», porque las condiciones anunciadas suponen que nunca habrá una norma que les satisfaga. Ante tal horizonte, sólo tengo una pregunta: si la reforma de la Constitución no sirve para resolver el problema vasco, ¿para qué se hace?