Muerte de un dictador

OPINIÓN

10 dic 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

ES JUSTO y saludable que un dictador muera en el oprobio. Y así ha muerto, con la evidencia procesal de haber robado y asesinado, el general Augusto Pinochet, que usurpó el poder constitucional de Salvador Allende (11 de septiembre de 1973), e instauró una dictadura basada en el terrorismo de Estado. Aunque el régimen de Pinochet dista mucho de haber alcanzado el sanguinario nivel de los fascismos europeos de principios del siglo XX, y aunque su pila de cadáveres no admite comparación con las generadas en Camboya, en el conflicto entre hutus y tutsis, en Argelia o en las interminables guerras de África, no cabe la menor duda de que el viejo general chileno representa mejor que nadie el horror de las dictaduras posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Porque destruyó una democracia histórica por la violencia de las armas; porque aplicó la tortura y el asesinato como mecanismo de control del Estado; porque formó una internacional del crimen que ?con la ayuda de Banzer, Videla, Stroessner y la CIA? quiso perpetuar las dictaduras. Y esa es la razón por la que la imagen de Pinochet ?con gorra de plato, botas de montar, gafas de sol, pantalones bombachos y capa militar? se ha convertido en la expresión más genuina de la última ola de dictaduras que vivió América del Sur. Sobre el cerúleo cadáver de Pinochet se sobreimprimen ahora el Estadio Nacional de Santiago, convertido en campo de concentración; la operación Cóndor, planeada como una maquinaria de exterminio al mejor estilo nazi; las fosas de Atacama; las listas interminables de desaparecidos; las torturas, el bombardeo del Palacio de la Moneda y la represión brutal ejercida sobre estudiantes y ciudadanos. También se inscribe su triste y agorera presencia en el funeral de Franco, cuando vino a cumplir la espantosa profecía de que «Dios los crea y ellos se juntan». Aunque lo que más oprobio le trajo, porque los hombres somos así, es el hecho de haber contribuido a la rapiña del Estado, y de haber amasado una sangrienta fortuna que depositó, para él y su familia, en los bancos extranjeros. A Pinochet, como a todos los dictadores, le quedan algunos fieles. Son gente con mentalidad de salvapatrias o con los estómagos llenos, que suelen invocar a su favor dos hechos ciertos: que entregó a la democracia un país bastante ordenado y con una economía relativamente saneada; y que dio paso a una democracia, que después quiso tutelar, en el referendo de 1988. Pero si algún mérito hubiese en ello, que no lo sé, es del pueblo chileno, que supo conservar su dignidad en medio de tanta desgracia. Porque la dictadura sólo produce dolor. O, en palabras de Lacordaire, «le despotisme n?a jamais rien sauvé».