H ay leyes que antes de haber nacido concitan importantes apoyos. Ocurrió con la Ley del Jurado. La desligitimación de la Justicia, y de forma especial de los jueces que operaron durante el franquismo, llevó al conjunto de la sociedad a la creencia de que solo la entrada de aires de fuera podía solucionar el déficit democrático que había en la Justicia. Y por eso en la Constitución del 78 se recoge la institución del jurado.
A pesar de ello, los grupos políticos mayoritarios, recelosos con la previsión, la aparcaron y habrían de pasar 15 años para que el jurado tomase vida. Fue el entonces ministro de Justicia Belloch quien nada más llegar al ministerio encargó una encuesta sobre leyes deseables y los ciudadanos se inclinaron por el anhelado jurado. Así, y manos a la obra, el ministro pidió al entonces magistrado de la Audiencia Provincial de Pontevedra Luciano Varela la realización de un proyecto que posteriormente, con modificaciones no sustanciales, ha pasado a ser ley. En aquella época, siendo diputado, fui designado ponente por el Grupo Parlamentario Socialista para la tramitación de la nueva ley. Mi desacuerdo con ella me llevó a renunciar a la función señalada.
El jurado es un ente abstracto; sus componentes no tienen nombre y cuando son elegidos para tal cargo, mediante sorteo inicial, poco se puede hacer para evitarlo: es obligatorio. Se impone así el realizar una función, la de juzgar, a aquellos que no quieren juzgar y que, es más, pagan sus impuestos para sufragar, entre otros menesteres, los costes de todo el entramado del Poder Judicial, en los que se incluyen los de aquellos que han elegido ser jueces.
El jurado de legos, es decir, de desconocedores del Derecho, que es por el que se optó en nuestro país, ha dado lugar a decisiones tremendamente arbitrarias en las que ha habido que rizar el rizo para poder modificarlas. Es el caso de Rocío Wanninkhof o de los dos asesinatos de homosexuales de Vigo o del abertzale que dio muerte a dos ertzainas.
A la vista de ellos, me temo que de realizarse hoy la encuesta, el jurado ya no sería valorado como una solución a nada. Como dijo el entonces presidente del Tribunal Constitucional, García Pelayo: «Si soy inocente, que me juzgue un tribunal profesional; si soy culpable, que lo haga un jurado».
Lo de Camps ha resultado según lo previsto. En un artículo que publiqué en La Voz el 13 de diciembre pasado, preveía la absolución de Camps. ¿Por qué? Los miembros del jurado, cuyos votos son secretos, no tienen ninguna responsabilidad ni firman la sentencia. Me los imagino participando contra su voluntad, cabreados en su mayoría por dejar de atender sus obligaciones o trabajos durante días y días. Me los imagino aburridos por la tediosidad del desarrollo del juicio. Me los imagino votando aferrados a sus respectivas ideologías y no por los hechos que se enjuiciaron. De este jurado creo que se puede sacar una conclusión fuerte: el expresidente tiene adeptos y estos son mayoritarios. Este era un juicio especialmente politizado que nunca debió corresponder a un jurado.
Pero las cosas son así y mientras los legisladores no tengan el atrevimiento de plantearse otra cosa, el jurado nos seguirá dando la lata. Ya se ha testado.