Pronto regresarán los vencejos instalando la pancarta que anuncia la primavera. Vuelven las golondrinas como en la conocida estrofa de un poema que sigue vigente, incluso retornará a mi jaula de palabras la golondrina blanca que dejé escrita en una página de una novela reciente.
Los mirlos que se adueñaron del jardín, compartido con las tórtolas y las pegas, me comen amigables en las manos. Y blanquinegras las urracas vigilan el territorio encaramándose a los chopos.
Se despereza el jardín cada mañana y una república de estorninos dibujan acrobacias en el aire.
Las lavanderas parecen aristócratas saltando, esquivando los pasos perdidos: bailan valses al andar.
Los verderones más parecen mirar el paisaje para mimetizarse en el viento, y los petirrojos, mis queridos paporroibos, llevan de un lado a otro una bandera roja en el pecho, revolucionando la avifauna.
Son pájaros urbanos un poco a trasmano de la ciudad, aves canoras que cantan más que sus primos rurales y campesinos, pues según un estudio del CSIC cantan más y más alto para combatir los ruidos de la ciudad, y yo añado que los escuchamos menos y son solo un eco remoto entre los afanes y las prisas cotidianas.
Pero los reyes del cielo y de las calles de pueblos y ciudades, los humildes gorriones, son víctimas de un mal misterioso que reduce su población de forma drástica. Solo en España desaparecen cada año medio millón de gorriones, el más doméstico de nuestros pájaros, pícaro y gregario, con su desafinado canto, alborotador y confianzudo, callejero y popular, raterillo de las migas de las meriendas infantiles, de los restos de las tapas en las terrazas, un insectívoro que come de todo. El gorrión común, gris y pardo, es un sintecho, un indignado, un clochard. Nuestro popular aliado/alado. Cantado por poetas desde Catulo a las rimas de Bécquer, sufre de un mal inexplicable como el que ha afectado hace un par de años a los mirlos de cola roja que murieron por miles en Arkansas o los centenares de pájaros muertos llovidos del cielo en Chicago.
El hombre, nosotros, somos sembradores de muerte, de venenos que pervierten la vida y los paisajes. Primero murieron los árboles, los negrillos se extinguieron en la pasada década; después, como en un poema de Brecht, siguieron los pájaros. ¿Seremos nosotros los próximos?
Pronto cantará el cuco su himno, su antífona de los campos. Pronto se instalará la primavera que ya cabalga por la brisa cuando febrero va crecido. Es una certidumbre.