Cuando un país alcanza la fabulosa deuda pública que el nuestro ha llegado a acumular se produce un efecto administrativo sorprendentemente contrario al previsible: que la envergadura de la deuda tiende a disuadir a los responsables públicos de la necesidad de eliminar millones de gastos prescindibles en la medida en que, comparados con el inmenso montante de lo adeudado, aquellos son considerados poco o nada relevantes.
Ese comportamiento, justificado en la teoría del chocolate del loro de todos conocida, choca a ojos vista con la forma de actuar de empresas y familias que, si son sensatos, no dudan en reducir todos sus gastos cuando las deudas se acumulan, empezando, claro está, por los menos necesarios, al margen por completo de su importe.
Es conocido el caso de la compañía American Airlines, que en 1987 consiguió ahorrar 40.000 dólares al año eliminando la aceituna de las ensaladas que servía a sus clientes de clase preferente. La misma compañía optó más tarde por reducir el peso de sus carritos de bebidas, lo que supuso un ahorro millonario en combustible.
La lista de gastos suntuarios y superfluos de nuestro sector público (los de los tres poderes del Estado, autonomías y ayuntamientos, universidades, televisiones y radios públicas, empresas estatales o autonómicas y chiringuitos de todo tipo que viven del dinero de los contribuyentes) es interminable y, cuando se conoce, bochornosa: indemnizaciones de altos cargos a gogó; gabinetes de confianza que sustituyen a funcionarios de carrera; miles de coches oficiales del todo innecesarios; comidas y viajes por pura diversión; libros y folletos editados a lo loco sin ningún criterio de rentabilidad; decenas de miles de móviles con cargo a fondos públicos; embajadas de comunidades que se comportan como Estados; subvenciones clientelares; informes peregrinos que finalmente nadie lee; fiestas, saraos, premios, ágapes, gastos en mensajería... todo forma una bola de nieve que crece día tras día y que, como cabía esperar, ha contribuido a llevarse por delante la solvencia de muchas instituciones que están, de hecho, en bancarrota.
Sé bien que nuestra crisis de deuda, siendo esta tan inmensa, no se solucionará reduciendo esos gastos nada más, pero no hay nadie que, aplicando el sentido común más elemental, pueda demostrar que es mejor dejarlo todo como está a ahorrarnos los cientos de millones de inservibles aceitunas que nuestro sector público se zampa cada día. Esa actitud, además de ofensiva para quienes sufren el ajuste, es económicamente un disparate, porque todos esos gastos más o menos relevantes suman al final una cifra impresionante. Sobre todo si nos tomamos la molestia de traducir millones de partidas de miles o cientos de miles de euros a miles de millones de pesetas.