Hasta hace unos días, cuando los medios de comunicación recogían profusamente, al hilo de las pretensiones soberanistas del presidente de la Generalitat, el compromiso entre Londres y Edimburgo de realizar un referendo sobre el mantenimiento de Escocia en Gran Bretaña, del país de las Highlands sabíamos pocas cosas. Los geógrafos hacían mención a encontrarnos ante una tierra repleta de islas; más de 790. Los aventureros no perdían la oportunidad de fabular con el monstruo del lago Ness. Los aficionados al deporte, y especialmente al rugbi, se emocionaban al escuchar el emotivo Flower of Scotland, mientras los adictos al fútbol no olvidaban a los emblemáticos Rangers (el equipo de los protestantes) y Celtic (el club de los católicos), y los golfistas se peleaban con los greens del campo de Saint Andrew, donde Severiano Ballesteros lograba su primer Open británico. Los botánicos resaltaban sus cardos (para eso es su flor nacional). Los literatos esgrimían las bondades de escritores como el poeta Robert Burns (con su poema Auld Lang Syne), Walter Scott (el autor de Ivanhoe) y de sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes. Los romanistas, aunque el Imperio Romano nunca llegó a doblegar a los indómitos pictos, llamados así por su afición a pintarse los cuerpos, destacaban la grandiosidad de los muros de Adriano y Antonino. Los aficionados a la música apuntaban la singularidad de la gaita de las Highlands y la Clàrsach o arpa escocesa. Los modistos nunca terminaban de sacrificar la inconfundible kilt o falda escocesa. Y los más lúdicos se llenaban la boca del inefable whisky escocés, la mejor «agua de fuego», y de sus platos tradicionales: el Scotch broth (caldo), el porridge (papilla de avena) y el Scotch pie (pastel de carne de cordero).
Pero hete aquí que estas singularidades de la antigua Caledonia han pasado a un segundo lugar. Escocia es hoy, para los dirigentes de Cataluña, el ejemplo a seguir, el modelo envidiado. ¿Por qué? Ya lo saben: el acuerdo entre el premier David Cameron (no exento de mesianismo y frivolidad, cuando no de un irrefrenable deseo de pasar a la historia) y Alex Salmon (el líder del Scottish National Party) para convocar un referendo sobre su pertenencia a Gran Bretaña en otoño del 2014. Y eso que las diferencias históricas y constitucionales, salvo que nos dejemos arrastrar por la ficción, son enormes. En primer lugar, y a desemejanza de Escocia, que lo fue hasta 1707, Cataluña no ha sido nunca un Estado independiente, ya que su gestación medieval y desarrollo moderno, desde los tiempos del inteligentísimo Fernando el Católico, estuvo siempre vinculada a la Corona de Aragón. En segundo término, porque Cataluña disfruta desde hace años de un autogobierno que ya lo desearían los independentistas escoceses, gracias a una Constitución, la de 1978, que consagra paralelamente la unidad de la nación española y el derecho a la autonomía de sus territorios.
Aunque, claro está, esto parece importar poco. Cuando se hace una apología de los sentimientos identitarios y ancestrales, ni la política ni el derecho tienen nada que hacer. Contra la mitología poco se puede oponer. ¿Querrán también los conspicuos gobernantes catalanes asumir el lema escocés de Nemo me impune lacessit (nadie me ofende impunemente)? Ya veremos.