Cuando Mariano Rajoy ganó las elecciones generales en noviembre del 2011 con la mayoría absoluta más amplia alcanzada jamás por el PP, tomó una decisión que entonces pareció discutible y ahora se antoja catastrófica. El líder de los populares anunció a su partido que desde ese momento se dedicaría en exclusiva a la presidencia del Gobierno, a intentar sacar a España de la crisis y a tratar de crear empleo. Y, como si le diera pereza la liturgia y la burocracia interna del partido, dejó el PP en manos de María Dolores de Cospedal, trazando una barrera nítida entre Génova y La Moncloa. «Si hay algo me avisáis, pero no me deis mucho la lata, que estaré ocupado», les vino a decir. Ahora se entiende que, más que una barrera, Rajoy trataba de crear un cortafuegos entre el Gobierno y el PP que, a todas luces, ha sido superado por las llamas de Gürtel.
Responsable o no, culpable o no, Rajoy sabía ya entonces que una gravísima amenaza se cernía sobre el PP. Tratar de huir de esa amenaza poniendo también a salvo a su protegida Soraya Sáenz de Santamaría y abandonar el partido en manos de personas sin la mínima relevancia política como Carlos Floriano para que se abrasaran públicamente en la defensa de algo con lo que no tienen nada que ver no es precisamente el mejor servicio que ha rendido Rajoy al PP en su larga carrera como militante. Los gobiernos y sus presidentes pasan, caen o se relevan. Pero detrás de un partido como el PP hay cientos de miles de afiliados y cargos públicos honrados que lo están pasando mal y a los que Rajoy debe una explicación. Al menos a ellos.