España no va bien ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo ético, ni en lo estético. El Gobierno deja mucho que desear en todos los órdenes, y la mayoría de las instituciones de control están ahí, como diría don Antonio Rosón, para «velas vir e deixalas pasar». Pero una cosa es estar muy mal, y al borde de la desesperación, y otra cosa es que nos dejemos salvar -como quiere Xosé Manuel Beiras- por «una ruptura democrática protagonizada por la rebelión ciudadana y trasladada a la política a través de las organizaciones rupturistas». A eso se le llama salir del desorden por la puerta del caos, o escapar de Guatemala para abrir casa y negocios en Guatepeor.
Lo más característico de este tiempo es que hay sitio para todo y para todos, como si cualquier ocurrencia y modelo pudiese encandilar a una población que ya suponemos desesperada. Y por eso conviene recordar que estamos mal, pero no tanto. Que somos indisciplinados, y queremos salir de la crisis sin que nos toquen al Estado de bienestar y sin poner sobre la mesa la pasta que debemos, pero no nos hemos vuelto tarumbas. Que estamos desencantados de Rajoy, Rubalcaba y Mas, pero todavía no nos hemos enamorado de Oriol Junquera, Hasier Arraiz, Pere Navarro y Cayo Lara. Y por eso me temo que, ante la generosa oferta de las izquierdas vascas, catalanas, gallegas y españolas para tomar el relevo bajo la batuta de Cayo Lara y llevarnos al paraíso, muchos ciudadanos de esta democracia en crisis se han puesto a rezar -a pesar de que no vivimos en un Estado confesional- y han repetido una de las oraciones más populares de todos los tiempos: «¡Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy!».
Por más que quiero y respeto a Beiras, y por más que pienso en la utilidad que pueden tener los aguijones a la hora de conducir el ganado, no alcanzo a entender qué bulle en la cabeza del líder de Anova cuando nos propone una ruptura democrática desde la izquierda, que, tras el derrumbe de la actual España, sustituya todo lo que hemos hecho a lo largo de la historia por un cambalache político protagonizado por una confederación integrada por Cataluña, Galicia, Euskadi y España. El objetivo, supongo, será romper con Europa, dejar hundir los bancos, restablecer la peseta devaluada y garantizarnos sanidad, pensiones y sueldos millonarios a costa de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Porque detrás del caos siempre crece la utopía.
Claro que la democracia es así, y cualquiera tiene derecho a decir lo que le peta. Pero hay que saber que esa es la razón por la que Mariano Rajoy no quiere ni debe dimitir, y por la que tantos españoles estamos dispuestos a entender que vale más una mayoría prepotente que un caos impotente. Porque Bárcenas, aunque nos dé asco, no es capaz de arruinar a España. Pero un caos disparatado me temo que sí.