Estas últimas semanas han quedado para siempre teñidas por la desaparición de Lou Reed. Andamos de luto y de vez en cuando, estés donde estés, resuena en tu cabeza un jirón de Sunday Morning o de Lisa Says. No sé por qué ha resultado tan impresionante conocer la muerte de alguien que, en el fondo, se sobrevivió a sí mismo demasiado. Y, sin embargo, dábamos por hecho que no moriría nunca. Tenía un ademán autoritario que colocaba las cosas en su sitio. Lou prevenía, con su rictus, cualquier dislate universal de orden cualitativo. Era el guardián de lo intenso, de lo ceremonioso, un pequeño reducto de integridad, no ajena a la confusión, a la negrura, frente a la avalancha de basura cultural -barata, facilona- que nos asola todos los días por todas partes. Pero, porque Lou seguía existiendo, era posible seguir pensando en romper reglas, en hacer algo fuera de los límites.
El otro día hablaba yo con Esther García Llovet, delante de una hamburguesa, sobre cómo Lou Reed ha resultado (para la evolución del mundo) mucho más importante que Vargas Llosa, Gorbachov o cualquier otra personalidad contemporánea. «Incluso, si me apuras, que Bolaño», afirmé. Y Esther, que es bolañista como yo, no me miró con horror sino con asentimiento. Y añadió: «Es que dudo que Bolaño hubiese sido Bolaño sin Lou Reed».
Así estamos: la noche madrileña, que ahora añoro desde el norte, resulta pesada y cálida a pesar de ser noviembre y es como un manto de esos que se ponen los manitos apalancados sobre las barreras fronterizas, o los indios. Y la evidencia de lo evidente nos sobrecoge. Esther refina y añade, jugueteando con las patatas: «Es que, en el fondo, un escritor es un tipo que por hache o por be no ha podido ser Lou Reed, eso está claro».
Al día siguiente, de regreso a casa, desempaco un par de libros comprados en Amazon y que reflejan un poco mi biográfico estado de ánimo actual: la autobiografía de Morrissey, la última biografía de Salinger y otra de Sylvia Maklès -que fue mujer de Bataille y de Lacan, y cuya vida escabrosa me tiene abducida-. Ojeo la biografía de Morrissey y me detengo en los oscuros años de un Manchester fantasmagórico, letal y castrador. Y, de pronto, tiznado de hollín, resplandece luminoso el descubrimiento del rock: The New York Dolls, aquella banda cuya sola existencia era un insulto para el mundo, y The Velvet Underground, que probaba a todo aquel que pudo verlos o escucharlos -pero también a nosotros, años después- que vivir es imposible.