La Liga era cosa de dos: Real Madrid y Barça. Lo repetían como un mantra todos los analistas deportivos en los prolegómenos del último campeonato. Después, subrepticiamente, a fuerza de coraje y cholismo, el humilde Atlético de Madrid reventó el bipartidismo futbolero y se alzó con el título liguero.
España era cosa de dos: PP y PSOE. Acaparaban más del 80 % de los votos y ahora solo el 49 %: están en minoría. El descalabro de ambos no tiene precedentes. En las elecciones generales del 2011, el PP arrasó y el PSOE se hundió. El bipartidismo exhibía músculo: ante el fracaso de Zapatero, incapaz de reconocer la crisis y de amortiguar su impacto, los ciudadanos entregaron el testigo a Rajoy. El turnismo funcionaba. Pero los nuevos inquilinos del poder no hicieron otra cosa que exacerbar el «sufrimiento innecesario» -más paro, más impuestos, menos salario, más desigualdad- y el ciudadano, perplejo e indignado, se puso a rebuscar alternativas en los aledaños del sistema.
El bipartidismo se resquebraja, pero el futuro del Barça se presenta más sombrío que el del Real Madrid. Y el del PSOE aún peor que el del PP. Los conservadores quizá se repongan del batacazo porque juegan en casa: sin mover el meñique, incluso con pifias a lo Casillas, la economía, con su movimiento pendular, acabará remontando. El capitalismo oscila cíclicamente y un buen liberal, pertrechado de puro y copa en el mullido sofá mientras desmonta el mecano de los derechos sociales, solo tiene que aguardar pacientemente. La mano invisible del mercado, después de la «destrucción creativa» a que se refería Schumpeter, ya se encargará de restablecer el equilibrio.
El PSOE, por el contrario, corre el riesgo de precipitarse en la insignificancia. Se deshilacha por la izquierda y por eso sorprende que algunos dirigentes, incluido su insigne jarrón chino, aboguen por recuperar «la centralidad» y el pacto de Estado. Tampoco basta con el anunciado cambio de entrenador: Rubalcaba por Luis Enrique. Los socialistas -la socialdemocracia en general- afrontan un serio problema de identidad. Sus políticas sociales los distingue de la derecha más rancia, pero su política económica está calcada del liberalismo hegemónico. A eso llamaba «tercera vía» el laborista Tony Blair: progresismo en lo social, pensamiento único en lo económico. La misma fe en la eficiencia del mercado, parecida aversión a la intervención del Estado, recetas similares para superar la catástrofe, el credo liberal convertido en precepto constitucional. Ahí reside el drama del PSOE, la paradoja que debe resolver su congreso extraordinario: los que apuestan por el fundamentalismo de mercado prefieren el original a la copia y los desesperados, arrojados a la cuneta por el vendaval de la crisis, buscan afanosamente nuevos altavoces para gritar su cabreo y sus demandas.
Dicen los politólogos que la rebelión de los humildes será flor de un día. Tal vez. Los colchoneros sabemos bien lo poco que dura la alegría en casa del pobre. Pero los pitonisos se equivocan a veces. Apenas hace días vaticinaban larga vida, y sin sobresaltos, al bipartidismo reinante. También consideraban amortizado el movimiento del 15-M por falta de canalización política. Craso error: unas elecciones de bajo perfil han venido a recordarles que el volcán sigue activo.