Si hacemos excepción de los tres últimos años, la monarquía de Juan Carlos I abarca un período de enorme éxito y felicidad, en la que algunos de los problemas que nos han afectado -la transición, el 23-F y el terrorismo- acabaron siendo oportunidades de prestigio y popularidad para el rey. A pesar de su problemático origen -por decisión personal de Franco-, constitucionalizado después de forma indirecta y dentro del paquete general de cambio democrático, la popularidad del rey fue enorme, casi desorbitada, hasta el punto de ser presentado como el gran arquitecto de la democracia y el gran pacificador e integrador de los que nos definían como una sociedad levantisca y violenta. Y gracias a ese juicio, ciertamente impostado, se le perdonaron al rey muchos errores de pequeño calado que fueron minando la institución.
El mayor de tales errores fue el haberse rodeado de cortesanos que iban a lo suyo, y que utilizaron en vano el nombre del rey. Porque ahí está la razón por la que la dolce vita de Mallorca, las cacerías de Botsuana o la vida regalada de los Alpes suizos acabaron conformando una imagen de la monarquía que, mezclada con la crisis y la creciente y genérica indignación ciudadana, se hizo finalmente insostenible. Por eso hay que valorar muy positivamente la decisión de abdicar, y que se haya adoptado en un momento en el que habían amainado las presiones contra la continuidad de Juan Carlos I y de la monarquía misma, porque solo así se puede hacer una sucesión con el mínimo coste.
De los 39 años que duró el reinado de Juan Carlos, al menos 36 fueron dulces y exitosos, y constituyeron una oportunidad para que esta monarquía parlamentaria pasase a la historia como una de las más exitosas y felices del mundo. Pero la política es así de dura, y en épocas como esta ni muestra compasión ni reconoce excepciones. Y, aunque estamos entrando en un período de elogios encendidos al rey que abdicó, y de adulación e hipervaloración preventiva del nuevo rey Felipe VI, es evidente que el final de Juan Carlos I como rey -porque la vida sigue- es muy amargo. Porque aunque él haya abdicado por amor a España y por el bien de la monarquía en un príncipe de Asturias que es el primer rey de la historia de España que pasó por la universidad, es evidente, a pesar de su correctísimo y bien pronunciado discurso, que sale muy deteriorado, y que obliga al sucesor a ganarse una legitimidad que no todo el mundo le quiere regalar.
Pero al margen de lo que está sucediendo en palacio, la abdicación del rey se integra en una evidente aceleración política que, por diversos y muy conocidos motivos, está sufriendo España. Y por eso creo que ha llegado el momento de serenar el partido, antes de que todas las figuras acaben con el peroné entablillado y queden inhábiles para jugar el partido decisivo.