Pasadas unas semanas desde la situación desencadenada por el virus del ébola en España, vale la pena reflexionar con tranquilidad sobre lo ocurrido. Si algo nos ha enseñado la crisis, además de que el ébola puede superarse, es que las cosas se pueden hacer de diferentes maneras.
A un período inicial de confusión, ineficacia y falta de liderazgo, que sumió a la población en un estado general de preocupación, le siguió una fase en que la cuestión pasó de manos de los políticos a las de los científicos. Así, en pocos días, la incertidumbre general se convirtió en moderada tranquilidad, y la histeria de algunos medios, en anécdota puntual.
Por ello, si algo podemos aprender de esta crisis es que los profesionales de la sanidad pública española saben hacer su trabajo y que, incluso en condiciones objetivas de improvisación, son capaces de afrontar con criterio y sin aspavientos una situación crítica. Basta ver las prudentes declaraciones del doctor José Ramón Arribas, miembro del equipo médico que atendía a Teresa Romero y jefe del servicio de enfermedades infecciosas del hospital Carlos III, para darse cuenta de que la cuestión estaba en buenas manos. La crisis nos muestra, además, que una sanidad pública potente es la mejor herramienta, no solo para atender a todos nuestros ciudadanos, sino también para mostrar el nivel de un país; esa debería ser la verdadera marca España. Porque, piénsenlo, ahora que tanto se habla de las ventajas de la privatización y externalización de los servicios sanitarios, me gustaría saber qué compañía privada hubiera asumido el riesgo y coste que la sanidad pública afrontó.
Pero un buen final no debe ocultar que en esta crisis hemos visto lo peor de nuestros políticos. Desde la zafiedad del consejero madrileño, aun no cesado, a la incompetencia de la ministra Mato, para culminar en la desvergüenza del presidente de Comunidad de Madrid, afirmando que se trata de un éxito de la sanidad pública madrileña pero omitiendo que es la misma que él, y sus amigos, han tratado de desmantelar. Resumiendo, hemos visto un muestrario de inútiles difícilmente superable.
Es en estos casos, en los que los políticos escurren el bulto y muestran su incapacidad, cuando se pone en evidencia que los profesionales comprometidos con la sanidad pública no están defendiendo sus privilegios, sino los intereses general de los ciudadanos y su derecho a una asistencia sanitaria universal y digna. Conviene recordarlo, pero eso es, sencillamente, lo que reclamaba la «marea blanca», un país mejor.
Pasados los días, podrán contarnos lo que quieran, pero si algo hemos aprendido de la crisis del ébola, insisto, es que la clase política de este país no ha estado a la altura de sus profesionales sanitarios o, dicho de otra manera, que frente a una marea negra de políticos incompetentes ha existido una verdadera marea blanca de profesionalidad.