Nos hemos acomodado a festejar las nuevas infraestructuras aunque lleguen con un cuarto de siglo de retraso e incompletas. Es lo que tiene la larga espera: menos da una piedra. El último ejemplo es la celebración del remate de la autovía del Cantábrico, que a falta de algunas pequeñas cosas (podría haber dicho el presidente), conecta por fin Galicia con Europa por el norte a través de una vía de alta capacidad.
No cabe duda, un salto de gigante con respecto a la prehistoria predemocrática. Galicia ya tiene tres puntos de accesos rápidos (centro, sur y norte) que hace ya treinta o cuarenta años se consideraban imprescindibles para acabar con el aislamiento del noroeste y para propiciar un desarrollo económico que nos acercase a las medias española y europea. Veinticinco años después, cuando el eje mediterráneo nos tomó todavía más ventaja, estamos celebrando que disponemos del instrumento y soñando con que algún día convergeremos.
Y si tal cosa sucediera (ojalá sea), habrá todavía una zona del país, la esquina norte del noroeste, que permanecerá casi tan aislada como estaba el resto hace medio siglo. La autovía del Cantábrico abandona el Cantábrico en Ribadeo para adentrarse hacia a Terra Chá y conectar con la A-6 hacia A Coruña y con la autovía que a través de As Pontes llega a Ferrol. Se dijo en su día que era el trazado lógico para seguir la antigua N-634, pero el imaginario popular vio en la decisión un capricho del viejo León de Vilalba para premiar a su villa natal. Con la promesa de una vía de alta capacidad cuyas obras se retrasan más incluso que las de la A-8, las comarcas norteñas de A Mariña y el Ortegal, con mucha riqueza desaprovechada, siguen estranguladas.