Parecía que el caso Bárcenas, «Luis, lo entiendo, sé fuerte», era insuperable, el tesorero encargado de controlar las cuentas del partido que -digamos supuestamente- se lo llevaba a manos llenas. Pero en esto llegó Rodrigo Rato, cuya voracidad por el dinero empequeñece a cualquiera. Rajoy lo puso como ejemplo -eso ya de por sí es un estigma o si no que se lo pregunten a Matas, Carlos Fabra o Camps- y lo aupó como presidente de Bankia. Los elogios que recibió el artífice del -también supuesto- «milagro español», de la burbuja y el ladrillo, en realidad factótum del capitalismo de amiguetes, por parte de sus compañeros de partido producen ahora vergüenza ajena. El exvicepresidente aún tiene caché -e información sensible- para que le reciba el ministro del Interior, que impertérrito lo justificó por los altos cargos que ocupó. Sigue libre, sin pasaporte en una Europa donde ya no se necesita para ir a Suiza, ese Eldorado del trinque, mientras su testaferro está en prisión. Es decir, el cómplice recibe más castigo que el autor. Dicho todo presuntamente, claro está. Bárcenas era un contable. Rato es pata negra del PP, un símbolo del Estado, marca (de mala) España. Su estrepitosa caída entierra definitivamente el triunfalismo del aznarato -sí, también estuvo en la boda de la hijísima en El Escorial, aquella impagable pasarela de corruptos-, retrata el cinismo y la hipocresía de una época y contamina de forma ineluctable al PP. Pese a las apruebas abrumadoras que se acumulan en su contra, aún hay clases. Los nuevos vicesecretarios generales comunicadores no tienen empacho en llamar delincuente a Bárcenas, con todas las letras, mientras claman, más garantistas que nadie, por la presunción de inocencia de Rato, el ídolo caído.