En apenas tres meses han logrado acoger a 25.000 refugiados sirios. Según se publicó hace unos días, la semana pasada llegó el último avión procedente de Jordania. El proceso se ha llevado a cabo en colaboración con Acnur, la Organización Internacional de las Migraciones y los gobiernos de Jordania, Líbano y Turquía, países en los que se agolpa el mayor contingente de sirios a los que la guerra forzó a huir de su país.
No, no fue la Unión Europea de 28 naciones y 500 millones de habitantes. Fue un solo país, Canadá, poblado por poco más de 35 millones de personas.
En la UE el proceso es muy distinto. Obligará a volver a cruzar el Egeo camino de Turquía a los que consigan llegar en las frágiles embarcaciones en que los meten las mafias. Por ahora, el resultado es que dos niñas más perdieron la vida en el intento desesperado de sus familias por darles un futuro lejos de las bombas.
Ni la guerra, ni la desesperación van a desaparecer por la pretensión de que se queden al otro lado del Egeo. Seguirán intentándolo, porque la alternativa es la muerte o el caos del que huyeron.
Las mafias seguirán buscando agujeros en las vallas para acabar de arruinar a quienes han perdido ya casi todo. El viaje se hará más largo. Puede que lo intenten desde Libia, como los cerca de 700 que, según contaba ayer La Voz, rescató la fragata española Numancia. O desde Ceuta o Melilla, a pesar de las concertinas.
Europa tendrá entonces que buscar nuevas alternativas. Podrá optar por actitudes como la de Canadá o por seguir tratando de blindarse, quizá para evitar dar alas a los movimientos xenófobos. Aunque es sabido como les fue hace ocho décadas a los que quisieron contemporizar con los xenófobos de entonces.