Otra vez el fuego, el humo que oculta el sol, el riesgo para las casas y para los trabajadores que se juegan la vida cada día y cada noche.
Otra vez nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Lamentamos vivamente las 7.000 hectáreas quemadas en solo una semana en Galicia y nos alarmamos porque, si no llueve pronto, las cifras pueden ser de tragedia.
Discutimos, otra vez, sobre el abandono del monte, su deficiente explotación y su falta de rentabilidad en muchas comarcas.
Deploramos la despoblación de nuestras aldeas, en muchas de las cuales ya solo viven un puñado de ancianos. Lloramos el aislamiento a que se ven reducidos y nos asombramos de las consecuencias en la salud física y la estabilidad mental que puede llegar a tener la vida en semejantes condiciones.
Nos solidarizamos con los trabajadores forestales y afirmamos solemnemente que merecen mejores condiciones laborales. Debatimos, una vez más, sobre el modelo de prevención y de extinción y nos volvemos a preguntar si la privatización de medios de lucha contra el fuego equivale a mayor eficacia o a mayor negocio. Hay quien vuelve a hablar de tramas incendiarias y quien hace hincapié en el cambio climático. Nos preguntamos a quién beneficia la cadena del fuego. Analizamos qué es más conveniente hacer con la superficie quemada.
Hasta que llueva y el agua apague los rescoldos. Con ellos se apagará también la preocupación colectiva. El monte seguirá como está, las leyes forestales se debatirán sin mayor eco y el olvidado sector primario seguirá sin aparecer apenas en la campaña electoral continua y sin figurar entre las prioridades de los partidos.
Nos hemos instalado en la rutina del fuego.