Se cumplieron ayer cien años del nacimiento del coruñés Amando de Ossorio, delicioso cronista de La Voz de Galicia y director de culto para los fans del cine de terror de medio mundo. Digo medio mundo porque, como recordaba aquí el sabio Ignacio Benedeti, a Ossorio y su tetralogía de los templarios zombis los veneran en Estados Unidos y otros países menores, mientras que aquí, como vamos sobrados, preferimos Sempre Xonxa y cosas así.
Lo de Ossorio me viene a la cabeza de vez en cuando al hablar de política. Tal vez porque nuestra historia lleva siglos siendo un fantástico relato de terror que cuentan mucho mejor Amando de Ossorio, Jess Franco o Paul Naschy que los estilistas de la crónica parlamentaria, donde los únicos que triunfaron de verdad fueron dos gallegos, Wenceslao y Camba, porque se tomaban de coña los discursos del hemiciclo y escribían lo que les daba la gana.
Cristina Cifuentes, sin ir más lejos, me lleva también a Amando de Ossorio. No porque Cifuentes, que un día afirmó solemnemente que a veces se hacía la rubia en las reuniones con hombres para «conseguir muchísimo más», me recuerde a la gloriosa Anita Ekberg en Malenka. Para nada. Diga lo que diga Cifuentes, aún hay rubias y rubias.
A mí la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid se me aparece en medio de las pelis de Ossorio porque, como sus templarios ciegos, Cristina Cifuentes también es un muerto viviente que cada madrugada sale del sepulcro para cabalgar hasta su despacho en la Puerta del Sol.
Porque Cifuentes, por mucho que se empeñe en hacerse la rubia, está muerta y sepultada. Lo que no tengo claro es si ella ya lo sabe o, como en el caso del máster fantasma, todavía cree en la resurrección de la carne. Si se puede «reconstruir» un acta universitaria con firmas de pega a ver por qué no se va a poder remendar una carrera política decapitada.
A lo mejor lo que pasa es que Cifuentes, más que la rubia Anita Ekberg en Malenka es el calvo Bruce Willis en El sexto sentido. Y todos sabemos que está muerta menos ella.