«Este es un ataque puntual». Esta frase, dicha por el secretario norteamericano de Defensa, James Mattis, fue la más importante de todas las que se pronunciaron ayer a raíz del ataque contra Siria. Fue entonces cuando la situación se relajó. No iba a haber una segunda oleada de lanzamientos de misiles, no estábamos ante el comienzo de una operación abierta o de varios días. En definitiva, la represalia de EE.UU. y sus aliados ha sido como se esperaba: muy limitada, tanto en el tiempo como en sus objetivos. Simbólica, en realidad. La posibilidad de un enfrentamiento directo entre las dos potencias mundiales, que por un momento sobrevoló el mundo, se ha alejado.
No era esa la idea de Donald Trump. El presidente estaba furioso por lo que entendía que eran pruebas incontrovertibles de un ataque químico el sábado 7 de abril en Duma, y quería lanzar un ataque de más calado. Pero una vez más se han evidenciado los límites de la autoridad presidencial, o al menos de su capacidad para decidir. A lo largo de toda esta semana, gente de su equipo, muy especialmente el propio Mattis, han estado intentando convencerle de que una acción de esa clase podría desembocar en un conflicto con Rusia. Y, finalmente, lo lograron. No solo no se atacó ningún objetivo en el que pudiese producirse alguna baja rusa, sino que hay razones para pensar que Moscú, y quizás también Damasco, estaban advertidos del ataque. Eso explicaría que no haya habido prácticamente heridos.
En cuanto al valor práctico del ataque, depende de las expectativas. La guerra química es un hecho de enorme gravedad y castigar su empleo es una acción encomiable. El problema en este caso es que no se completó ni siquiera el proceso más básico de verificación. El castigo se ha aplicado horas antes de que los expertos de la OPAQ (Organización para la Prohibición de las Armas Químicas) llegasen al terreno. El secretario general de la ONU, aunque de forma muy elegante -o muy poco contundente, como se quiera ver-, recordó que su organización está ahí para autorizar esta clase de cosas, por si a alguien se le había olvidado. Entiende que esto sienta un precedente peligroso para el futuro. Si unos vídeos sin confirmación independiente sirven para poner al mundo al borde una guerra mundial, no estamos más seguros, sino menos.
También la eficacia de este método es dudosa. Se mire como se mire, el ataque no ha sido diferente al del año pasado, después de un uso de armas químicas parecido por parte del Gobierno sirio, en aquel caso confirmado por la ONU. Si entonces no se consiguió nada, cabe preguntarse qué se conseguirá ahora. Después de todo, Israel, a lo largo de los años de la guerra civil siria, aprovechó para atacar quizás un centenar de objetivos con el fin de limitar las capacidades de una milicia, Hezbolá, sin conseguir gran cosa. Cuesta creer que, si existe un programa de guerra química clandestino en Siria, este haya sido completamente desmantelado atacando tres objetivos, como pretenden que han hecho los norteamericanos y sus aliados.
Al final, el verdadero problema es que, como demostraron en su momento las dudas de Obama y confirman ahora las acciones simbólicas de Trump, el mundo no dispone de un mecanismo eficaz para enfrentarse al uso de armas químicas. Ni funcionan los métodos para verificar que ha ocurrido ni hay fórmulas rápidas y creíbles para castigarlo.