Mi amigo Cristóbal Montoro acaba de provocar un terremoto de incalculable magnitud. El inefable ministro que, además del ojo de halcón que todo lo ve, ejerce el cargo de vicepresident en funciones de la Generalitat -el sustituto de Oriol Junqueras, como quien dice, por virtud del 155-, la ha montado gorda. Entrevistado por un diario madrileño, ha declarado que los separatistas catalanes no gastaron un solo euro de dinero público en la organización del 1-O: «Yo no sé con qué dinero se pagaron esas urnas de los chinos del 1 de octubre, ni la manutención de Carles Puigdemont. Pero sé que no fue con dinero público».
Átate los machos, querido lector, que arderá Troya. Por tres motivos: por quien lo dice, por lo que dice y por las consecuencias de lo dicho. La mecha no la prendió el superabogado de Puigdemont ni los testigos en nómina de Oriol y demás acusados. La encendió el ministro que, desde septiembre pasado, controla los 35.000 millones que maneja la Generalitat y todos los pagos realizados. El ministro que fustiga a los defraudadores y se permite amenazar a periodistas y cómicos de la legua por presuntos pecados fiscales que solo él y Dios conocen. Un ministro sin veleidades secesionistas y, por tanto, libre en este caso de la sospecha que planeaba, por ejemplo, sobre el trato dispensado a la infanta Cristina.
Lo que dice sorprende: no hubo malversación de fondos en el procés catalán. De poco sirve que después lo precise: «...la malversación no requiere solamente desvío de fondos: es también abrir un recinto público para un acto político ilegal, por ejemplo». Ya estamos de nuevo con esos matices que muchos juristas no entienden. Porque ni es de recibo equiparar los actos violentos con un alzamiento armado, para justificar el delito de rebelión; ni tampoco es lo mismo echar mano de la caja para delinquir que abrir un colegio público para un acto ilegal. Digo yo. Y auguro que, si Montoro se mantiene en sus trece, dirán algo parecido los jueces alemanes y Puigdemont se irá de rositas. Ni rebelde ni manirroto.
Con esto no contaba el juez Llarena. Su prueba de la supuesta malversación, facilitada por la Guardia Civil, parecía sólida. La organización y celebración del referendo ilegal habría costado al menos 1.602.001,57 euros. Que la cifra esté ajustada al céntimo, e incluso desglosada en cuatro epígrafes -desde el pago a la empresa Unipost por el suministro de papeletas hasta la participación de observadores internacionales-, le otorga un plus de verosimilitud. Y crea una sugestiva atmósfera de suspense que seguiré hasta el desenlace.
¿Pero hubo o no hubo malversación de caudales públicos? Yo presumía que sí, pero ahora, desde que Montoro se ha convertido en el principal testigo de la defensa, albergo serias dudas. La Guardia Civil suele hacer bien su trabajo, pero, en cuestión de números, al lenguaraz ministro no se le escapa uno. Lo veo capaz de explicar, dígito a dígito, pizarra en mano, los 160 millones de céntimos que busca Llarena. O los 3,5 billones de céntimos que maneja la Generalitat.