Ella se permitió el lujo de salir sola a correr por el pueblo. Un lujo. Porque era ella. Si fuera él, sería una rutina más, como desayunar o ducharse. Un grano de arena en la vida. Una pobre pizca de sal en el plato de cada día. Pero era ella. Laura. Se marchó de su casa a las cuatro de la tarde y ya no volvió. Ella misma había avisado. Los monstruos. Esos que hacen que cualquier hora sea intempestiva, que cualquier lugar se vuelva peligroso, que traen la nube al día más despejado. «Te enseñan a no ir sola por sitios oscuros en vez de enseñar a los monstruos a no serlo». Laura compartió ese lamento en las redes sociales. Para muchos, frases como esta merecen etiquetas instantáneas. Loca, histérica, alarmista. Algunos de los que primero critican la exageración son los que después piden la pena de muerte o la cadena perpetua en casos como el de Laura Luelmo. Se mueven siguiendo un mecanismo pendular. De asegurar que el lobo es un invento a encabezar la batida cargando bien la escopeta a golpe de indignación sobrevenida.
Hace años, cuando todavía podía decir que le encantaba levantarse y «ver un rayito de sol asomar por la ventana», Laura retuiteó la letra de una canción. «Me emborracho, trasnocho, llego tarde, duermo de lado, hablo conmigo, lloro, leo un libro, envejezco, voy al baile, sudo tinta, suspiro, me enamoro». Pero un depredador decidió cortar por el tallo estos versos de Sabina. Nunca más borracheras. Ni noches largas ni cortas. Ni páginas por leer. Ni los achaques de la juventud ni las locuras propias de la vejez. El sueño, eterno. La tinta, derramada. El suspiro, roto. A los 26 años. Simplemente por salir a la calle. Y por ser ella. Laura.